domingo, 26 de mayo de 2013

Biografía del Hermanito Carlos de Foucauld 6

Hermano Carlos de Jesús en Beni Abbés
BENI ABBÉS
 Al final del verano de 1901, cuando Carlos dejó Francia para dirigirse a África -esta vez como sacerdote, no como soldado o explorador-, para explicar el sueño que acariciaba desde hacía tanto tiempo, se sirvió de una palabra árabe: zaouia, que significaba, para los musulmanes, el lugar donde se reúnen para vivir juntos los miembros de una fraternidad religiosa. «Nosotros fundaremos, junto a la frontera marroquí... una zaouia de oración y hospitalidad», escribió, ¿lo recuerda?
Carlos de Foucaul, sacerdote en el Sahara
 Cuando, en el comienzo de la primavera de 1902 -tras haber construido con sus manos, a lo largo de la pendiente árida de la hondonada sahariana, en las proximidades del oasis de Beni Abbés y mirando hacia Marruecos, aquel grupo de chozas según el estilo argelino- comprobó que ningún compañero se le unía y que las dos habitaciones preparadas para los soñados Hermanitos de Jesús seguían inútilmente vacías, la realidad le obligó a servirse de otra palabra árabe para definir exactamente su eremitorio: Khaoua, que quiere decir fraternidad y, por lo tanto, lugar donde cualquiera que se hallase de paso, sería acogido como un hermano. Así denominó aquel grupo de chozas: «Khaoua del Sagrado Corazón».
Con toda seguridad, el vocablo Khaoua no sonaba tan dulcemente a los oídos de Carlos como zaouia, pues siguió esperando la llegada de algunos que, estableciéndose allí y consumándose en la unidad con él en Cristo, transformasen aquella casa de ermitaño en casa de una comunidad.
Estaba resignado a la soledad; pero hacía cuanto se hallaba en su mano para atraer compañeros que trabajasen con él en aquello que consideraba la parcela más árida de la viña del Señor.
Un día hasta escribió a sus antiguos superiores de las trapas de Nuestra Señora de las Nieves, en Francia, y de Staoueli, junto a Argel: ¿tenían algún novicio que quisiera unirse a él y hacer su misma vida? Pero los dos abades ni siquiera interrogaron a los novicios, pues temían que la inextinguible hambre de penitencia y abyección de Carlos pudiera producir trágicas consecuencias en la salud de sus hipotéticos seguidores. Aunque desolados, le contestaron que no. Respecto a este hecho, uno de los abades escribió en aquellos días: «La única cosa que me asombra en el padre Foucauld es que no haga milagros. Fuera de los libros, yo no he visto sobre la tierra una santidad semejante. Confieso, sin embargo, que dudo un poco de su prudencia. Las penitencias que hace son tales, que me permito pensar que un novicio sucumbiría en breve tiempo. Y no es esto sólo: la disciplina de espíritu que se impone y que quiere imponer a sus discípulos me parece hasta tal punto sobrehumana, que temo que volvería loco al novicio, antes de matarlo con el exceso de penitencias...»
Khaoua del Sagrado Corazón
Carlos levantó en torno a su eremitorio un muro para cerrarlo. Muro tal vez sea una palabra excesiva; en realidad, era un montón de piedras colocadas en fila, las cuales casi se confundían con las otras que había en la inhospitalaria pendiente. Sin embargo, representaba un límite que Carlos se había impuesto no superar sino en caso de absoluta necesidad, y con el cual reforzaba tanto el vinculo que lo unía a la clausura, como la barrera del desierto que había colocado entre si y el oasis. Sin embargo, era una barrera sólo para él, porque cualquiera, desde el exterior, la podía traspasar sin esfuerzo. Para los otros, para todos los demás, soldados y oficiales franceses, árabes y bereberes, caídes y mendigos, cristianos y musulmanes, enfermos y esclavos -sobre todo los esclavos- no había ningún impedimento, aquella barrera no tenía razón de ser y en la práctica no existía.
El capitán Regnault, que mandaba la guarnición francesa del fortín de Beni Abbés, escribió aquellos días, en el parte que enviaba a Argel a sus superiores: «Deseando continuar la vida de clausura, el reverendo padre de Foucauld ha colocado, en el terreno que rodea su casa, límites que no supera jamás. Con la ayuda de indígenas, que ha pagado con dinero suyo, ha sembrado de cebada la pendiente al este del eremitorio. También ha excavado pozos que le permitirán regar. Vive de los dátiles y el pan que le pasa la administración. El dinero lo emplea en comprar harina, cebada y dátiles, que regala a los pobres. No obstante las repetidas instancias de los señores oficiales de la guarnición, no ha querido cambiar de alimento. Las legumbres que se le mandan, con el fin de que mejore su comida, van a parar a manos de los pobres o de gentes de paso que encuentran refugio en su casa. Los indígenas del Saoura sienten hacia el reverendo padre de Foucauld una profunda veneración. Su generosidad y abnegación les producen maravilla y admiración...»
a mi puerta llaman unas diez veces cada hora,
casi siempre más que menos, y son pobres,
enfermos, necesitados, gente de paso
«Para tener una idea exacta de mi vida -escribía por su parte Carlos a monseñor Guérin, Padre Blanco, que por ser prefecto apostólico de Ghardaia ejercía autoridad sobre todos los católicos de las regiones saharianas anexas a Argelia- es preciso tener presente que a mi puerta llaman unas diez veces cada hora, casi siempre más que menos, y son pobres, enfermos, necesitados, gente de paso...».
Los cristianos iban para asistir a misa o para orar con él, sacerdote de Cristo; los musulmanes acudían para hablar de las cosas de Dios con él, «marabuto del corazón rojo»; los mendigos, para pedir algo con qué quitar el hambre o con qué vestirse, a él que era el más pobre de los blancos de todo el Sahara; los esclavos, para refugiarse bajo su protección, cuando él era el más inerme e indefenso de los franceses de toda Argelia...
Y Carlos daba a los pobres cuanto recibía del fortín de Beni Abbés y, además, lo que podía comprar, cebada, dátiles, trozos de tela y, si había necesidad, los alojaba en su eremitorio.
 Sin embargo, durante un retiro, juzgó que todavía no era suficiente la hospitalidad que ofrecía a aquellos desgraciados, y decidió lavar sus andrajos, hacerles la cama y ordenar sus habitaciones, cocinar para ellos, servirles a la mesa, con el fin de cargar sobre sí «todo aquello que es servicio y asemejarse a Jesús, que entre los apóstoles era como "aquel que sirve" ...».

LIBERTAD, IGUALDAD Y FRATERNIDAD PARA LOS MÁS POBRES
Los más desgraciados entre aquellos desgraciados eran los esclavos negros. Carlos comprendió muy pronto que, para ellos, todos los servicios que prestaba eran muy poca cosa.
A los pocos días de llegar a Beni Abbés se dio cuenta de un hecho terrible. Mientras toda la prensa de Europa callaba -cuando no proclamaba lo contrario-, en el Sahara, en aquel año de gracia de 1901, existía todavía la trata de esclavos, y no se realizaba de un modo clandestino; el comercio de criaturas humanas gozaba prácticamente de impunidad, se hacía tranquilamente, a la luz del sol. Francia, que en su territorio metropolitano se enorgullecía del hermoso lema de libertad, igualdad y fraternidad, en los márgenes extremos de Argelia cerraba un ojo, cuando no los dos, ante aquel horrendo tráfico, para no enemistarse con los notables de los oasis y los jefes de las tribus, los cuales eran propietarios del mayor número de esclavos.
En el Sahara, los esclavos negros eran
los mas atormentados y desprotegidos
Aquellos infelices eran sometidos a fatigas agotadoras, sobre todo la de sacar agua de los pozos con cántaros, frecuentemente sin la ayuda de una polea, de la mañana a la noche, para regar las palmeras. Si hacían el trabajo con lentitud, los latigazos arrancaban trozos de piel de sus espaldas de ébano. En caso de que se les ocurriera huir, eran perseguidos a golpe de fusil como si se tratase de fieras. Cuando eran capturados con vida, se les cortaban los tendones de los pies para que no pudieran volver a correr. «Los esclavos -anotaba Carlos- no reciben nada por su trabajo; por lo tanto, jamás les será posible rescatarse. Su miseria material es extrema; pero la moral es todavía peor: casi sin fe religiosa, viven en el odio y en la desesperación...»
El conocía, quizá mejor que nadie, las condiciones inhumanas en que vivían y el sufrimiento furioso que atormentaba su ánimo. Alrededor de una veintena de esclavos saltaban todos los días el bajo muro que había construido y pedían que les diera refugio en su Khaoua. Para todos buscaba palabras de caridad, que fuesen capaces de aplacar sus corazones, para todos encontraba un pan, un lecho y mucha, muchísima amistad. Pero cuando todos, absolutamente todos, se arrojaban a sus pies y dando alaridos le suplicaban que los liberase, Carlos comprendía que para aquellos desgraciados no bastaba la amistad, ni eran suficientes las buenas palabras, el pan y el lecho.
Necesitaban la libertad. ¿Pero dónde encontrar el dinero necesario para comprar la libertad de una muchedumbre de esclavos, que cada día se le revelaba más imponente?
Era fácil sacar las cuentas del contenido del bolsillo de Carlos. Su prima María de Bondy atendía los gastos de la capilla y, todos los meses, los oficiales y soldados del fortín de Beni Abbés hacían una colecta entre ellos, que sumaba entre los 40 y 50 francos, que luego le entregaban. A esta cantidad había que añadir los 50 francos que mensualmente le enviaba su prima Caterina de Flavigny y 20 más remitidos por María de Blic, su hermana. Total: 110-120 francos al mes, que Carlos destinaba enteramente a los pobres.
Era todo lo que podía dar..., y venía a ser como una gota de agua en el ardor del desierto, ya que en el Sahara, los desesperados eran mayoría.
Abda Jesús y Paul Embarek, esclavos
rescatados por el Hno. Carlos
Logró rescatar siete esclavos: el primero, un nómada caído en manos de los negreros que, apenas libre, regresó con su tribu. El segundo y tercero desaparecieron inmediatamente y de ellos no se volvió a saber nada. El cuarto y el quinto eran niños: al más pequeño, de unos tres años, lo bautizó y le puso de nombre Abda Jesús (Servidor de Jesús); luego envió a ambos a un orfanato de los Padres Blancos. La sexta fue una negra viejísima que murió en el eremitorio pocos días después de su liberación; pero antes, la bautizó con el nombre de María. Parece que fueron solamente estos dos los bautismos administrados por Carlos; él no era, de hecho, el párroco de Beni Abbés, ni se consideraba un misionero, en el sentido de predicador que se atribuye normalmente a esa palabra. Sólo se sentía llamado a vivir allí del modo más parecido posible a como lo había hecho el Hijo de Dios en Nazaret, en silencio. Sin embargo, aunque no lo pretendía, también daba testimonio. El séptimo esclavo liberado fue también un niño, llamado Paul Embarek, quien -al hacerse mayor- le abandonará varias veces para crearse una vida independiente; pero en cada ocasión retornará derrotado, para al fin permanecer fielmente a su lado hasta el último instante.
Bastó la liberación de estas pocas criaturas para que la noticia de la misma corriese como el viento e hiciera estremecer todas las palmeras del Saoura y, desde todos los oasis, los infelices marcharan en largas filas hacia la «Khaoua del Sagrado Corazón» como si se dirigiesen hacia la libertad.
El hecho, clamoroso, alarmó a los dueños de esclavos de todas las tribus de la zona, los cuales protestaron vivamente ante los oficiales de la guarnición de Beni Abbés. Los oficiales de la guarnición se alarmaron a su vez temiendo, tanto la reacción de los notables indígenas, como la reprobación del gobierno. (Efectivamente, si lo que soplaba en los oasis saharianos era, en aquellos días, viento de liberación, lo que soplaba en Francia era, más que nunca, viento de masonería, y el gabinete Combes no toleraba ninguna «intrusión de clérigos», empeñado como estaba en la lucha contra las congregaciones religiosas).
Los militares, por ello, invitaron a Carlos a obrar con la máxima prudencia. Pero éste no podía poner de acuerdo la prudencia con los horrores de la esclavitud, que todos los días contemplaba en aquellos que veía, y obró con la máxima energía.
Paul Embarek, 50 años después
 de conocer al Hno. Carlos de Foucauld
Escribió a París, al capitán de Castries, primo suyo. Sabia que éste ocupaba un buen puesto en el Ministerio de Asuntos Indígenas y tenía «influencias» -como se diría hoy- con algunos diputados notables de la Asamblea Nacional. También envió una carta a monseñor Guérin, que representaba en aquellas tierras la autoridad de la Iglesia: «La esclavitud es un asunto doloroso, y nosotros los franceses, consintiéndola y hasta sosteniéndola, no conseguimos otra cosa que hacernos despreciar... Los indígenas saben que la condenamos, que entre nosotros no está permitida...; y cuando ven que nos prestamos a su juego, se dicen: "No tienen valor para impedírnoslo, tienen miedo de nosotros". Nos desprecian y con razón... Nadie en el mundo tiene el derecho de remachar las cadenas de estos infelices, que Dios ha creado libres como nosotros. Permitiendo a sus presuntos amos retenerlos por la fuerza, darles caza cuando huyen, llevarlos consigo otra vez cuando vienen a echarse a los pies de las autoridades francesas, en busca de refugio y de justicia, nosotros les robamos el más precioso de los bienes... No tenemos el derecho de ser perros mudos o centinelas sordos: debemos gritar cuando vemos el mal... No hay otro remedio para esta vergüenza y esta injusticia que la liberación de los esclavos. No hay razón política ni económica en el mundo que pueda justificar esta inmoralidad, esta iniquidad...»
No sabemos cuánto pudo hacer monseñor Guérin en el ambiente de envenenado anticlericalismo que había en Francia; tampoco qué labor había sabido ejercer el primo de Castries, trabajando en los engranajes del aparato del Estado. Sabemos, sin embargo, que Carlos de Foucauld hizo toda su parte, hasta el final. Y por los hechos que sucedieron en el oasis de Beni Abbés, y en los que estaban cerca, nos creemos autorizados a pensar que en más de una ocasión logró convencer al capitán Regnault de que tomase localmente medidas antiesclavistas, a pesar de los intereses, y también en contra de los intereses, del gobierno de París y de las autoridades civiles de Argelia.
 Lo cierto es que, tres años después de su llegada a Beni Abbés, Carlos podía escribir al capitán de Castries: «De común acuerdo, nuestras autoridades coloniales han tomado medidas para la supresión de la esclavitud: no en un día, ya que esto no sería prudente, sino gradualmente, de modo que en breve tiempo no habrá esclavos. Se puede decir que esclavitud verdadera y propia, entendida en su antiguo significado, hoy ya no existe: el mercado de esclavos ha sido absolutamente prohibido, los esclavos actuales no pueden cambiar de dueño y, si no son bien tratados, se les da la libertad. Esto es ya un gran paso...»

GUERRA EN EL SAHARA
Mientras Carlos luchaba contra la esclavitud, otros episodios sucedían, los cuales apenas hemos mencionado en el cuadro de los dramáticos sucesos, pero que ahora recordaremos de manera sumaria.
Carlos estaba escribiendo un esbozo de regla para las Hermanitas de Jesús. Aunque llevaba muchos años esperando en vano la llegada de varones que quisieran formar una comunidad con el título de Hermanitos, Carlos, en lugar de declararse fracasado, proyectaba la creación de grupos femeninos que vivieran al estilo de Nazaret en tierra de misión. Se encontraba escribiendo esta regla, mientras la situación en el Sahara se iba agravando de día en día.
En julio de 1903, después de algunos esporádicos ataques de tanteo contra uno u otro oasis fronterizo, doscientos guerreros marroquíes cayeron, por sorpresa, en las cercanías de Beni Abbés, sobre un destacamento de cincuenta fusileros argelinos, realizando una matanza de veintidós bajas. El capitán Regnault ordenó inmediatamente una expedición de castigo y, al frente de ochenta hombres, consiguió cortar el camino por el cual los asaltantes pensaban refugiarse en Marruecos, los sorprendió en retirada y puso a una veintena fuera de combate.
El oasis de Beni Abbés tributó los honores del triunfo al capitán Regnault; pero al jerife Muley Mustafá, en respuesta, declaró la guerra santa. Reunió cuatro mil guerreros bereberes y, a su cabeza, y a la cabeza de sus mujeres y sus hijos -cerca de nueve mil personas-, de sus camellos, de sus asnos y de sus cabras, marcho contra los oasis del Saoura. En el curso de pocas horas, el de Taghit, mejor abastecido que otros por ser el más poblado, fue invadido por una muchedumbre de gentes aterradas que habían huido desordenadamente de los oasis vecinos, más pequeños y peor defendidos. En aquél caos indescriptible, el capitán de Susbielle, jefe de la guarnición y antiguo compañero de armas de Carlos, tuvo que preparar precipitadamente la defensa, sin más medios que dos cañones de 80 y cuatrocientos setenta hombres.
Todos se lo disputaban por su dulzura

La marea humana de Muley Mustafá avanzó entre las dunas, con el impresionante aspecto de una emigración bíblica. Durante tres días consecutivos atacaron, primero en masa y después en grupos separados. Pero Taghit consiguió sostenerse y el jerife tuvo que retroceder hacia Marruecos, dejando en el campo mil doscientos muertos.
Por desgracia, durante la retirada, doscientos de sus guerreros se encontraron, en las proximidades de El Mungar, con un centenar de legionarios que daban escolta a un convoy, y se vengaron de ellos. Cuando el capitán de Susbielle acudió en su ayuda, sólo encontró sobre la arena del Sahara muertos que sepultar y cuarenta y nueve heridos, a los que recogió y llevó a Taghit.
La noticia de los combates llegó a Beni Abbés y sembró el pánico en las tres aldeas del oasis. Carlos comprendió que, en aquel momento, el muro que circundaba su eremitorio cesaba de tener significado también para él. Su puesto estaba al lado de aquellos cuarenta y nueve heridos, pues eran entonces sus hermanos más necesitados.
Se presentó en el fortín, donde pidió un caballo y permiso para dirigirse a Taghit.
«Es una locura», le dijeron los oficiales de la guarnición; pero terminaron por entregarle el caballo. El, calzadas las espuelas y envuelto en un burnous, desapareció entre las dunas al galope.

EL MARABUTO FRANCÉS, EL HOMBRE SAGRADO
El Hombre sagrado del Sahara
«Lo conseguirá -dijo el capitán Regnault a quienes le miraban con expresión de reproche, como si él hubiera consentido al eremita del Sagrado Corazón ir a la muerte-, lo conseguirá. Os lo digo yo, porque él no lo confesará jamás: puede atravesar sin armas todo el territorio en revuelta. Nadie le tocará un cabello, porque es sagrado». En efecto, lo consiguió.
Cuando el capitán de Susbielle le vio salir, de su primera entrevista con los heridos, conociendo muy bien a aquellos hombres que, endurecidos en la Legión Extranjera, masticaban mucho tabaco pero poca religión, le preguntó con algo de ironía en la voz: «Cómo te ha ido, querido padre? ¿Te han acogido con las debidas consideraciones tus nuevas ovejas?».
«Vaya, es necesario algún tiempo para que nos conozcamos -respondió Carlos, brillándole en los ojos una sonrisa-; pero lo haremos. Ahora soy feliz por estar junto a ellos».
Permaneció allí tres semanas. Pero «no necesitó mucho tiempo para conquistarlos a todos con su dulzura, su solicitud en todo momento y su alegría -contará más tarde el capitán Susbielle-. Cuando entraba en las habitaciones, se disputaban el tenerle los primeros junto a su cama y que estuviera el mayor tiempo posible, a pesar de las protestas de los otros. El padre, infatigablemente, escribía sus cartas, los animaba, conversaba con ellos en voz baja y poco a poco empezaba a hablarles de Dios y de la religión. Recuerdo a uno en particular: era de origen alemán y tenía un pasado más bien borrascoso. Había recibido una herida gravísima en el pecho y el médico desesperaba de poder salvarlo. Al principio acogió al padre bastante mal; pero, al cabo de un par de días, no fue capaz de seguir resistiendo. Y, como todos sus compañeros, al fin se confesó y comulgó».
Después de los hechos de Taghit y El Mungar, el gobierno de Paris pidió al ejército «un hombre fuerte». Y el ejército envió a Argelia al general Lyautey, otro antiguo compañero de Carlos, húsar con él en Sézanne, también Cazador de África con él durante la campaña de 1881.
Quiso la casualidad que Lyautey tomase posesión de su mando en Ain-Sefra precisamente cuando Carlos pasaba por allí, de retorno de Taghit.
«Permaneció conmigo tres días -contará después el general-, aceptó de buen grado ser mi huésped y comer en mi mesa. A los demás comensales los conocéis bien, eran el comandante Henrys, el capitán Berriau, el capitán Poemyrau y otros: toda gente alegre, tipos llenos de brío. Hablamos mucho, es verdad, de su documentación científica sobre Marruecos y de los problemas africanos. Pero, vosotros me comprenderéis bien, nosotros somos militares, no podemos tratar solamente durante tres días de asuntos serios. El hecho fue que, de una conversación a otra, más de una vez nos olvidamos de que el padre Foucauld no era el subteniente de Foucauld. El nunca dio muestras de escandalizarse y ni siquiera se negó a tomar la copa de champán que tenía delante. ¡Ah, muchachos, me parece estar viéndole cuando, en un determinado momento, pidió a Poemyrau que tocase una canción en el piano! Me dije a mi mismo: "Está bien, será un santo; pero al mismo tiempo no parece que le disgusta divertirse un poco con viejos compañeros". ¡Nada de divertirse, muchachos! Escuchad lo que pasó después. Enseguida de haberse marchado él, recibí un telegrama de Argel que me anunciaba la llegada, una hora más tarde, de una caravana de turistas muy importantes. Llamé a mi asistente y le ordené que arreglase en pocos minutos la habitación del padre Foucauld. "Mi general -me contestó-, todo está perfectamente. No ha tocado nada. La cama no la ha deshecho. Las tres noches ha dormido en el suelo, sobre el pavimento, envuelto en su burnous". ¿Comprendéis? Sólo entonces me di cuenta con qué discreción y con qué amabilidad había buscado, ante todo, que su presencia en nuestra mesa no molestase a nadie y después, para compensar aquella infracción pasajera e involuntaria de su regla, se había impuesto una mayor austeridad».
Unas semanas más tarde, el general Lyautey tuvo que ir a Beni Abbés. Eran días difíciles: consiguió llegar gracias a una buena escolta y abriéndose paso a tiros. Enseguida buscó a Carlos, y éste le dijo que, la mañana siguiente, salía de viaje para Argel.
«¿Cómo? ¿Mañana? Ni pensarlo, amigo, tendrás que retrasar la salida dos o tres días. Viajarás conmigo, porque antes no me es posible disponer una escolta, sólo para ti».
Carlos le contestó que tenía sus asuntos y trataba de solucionarlos con la mayor brevedad, por lo cual partiría a la mañana siguiente. Lyautey se impacientó.
«Mi general -intervino en este momento el capitán Regnault-, el padre de Foucauld no tiene necesidad de escolta. Puede pasar en medio de todas las bandas de guerrilleros que merodean por el desierto sin temer un solo disparo. La gente que se encuentre con él, se echará a tierra, besará el borde de su burnous y le pedirá una bendición. Dejadlo ir».
«Así me fue revelado -escribió algún tiempo después el general Lyautey- el poder que aquel hombre, estimado por los musulmanes como un verdadero marabuto, tenía sobre el Islam sahariano».
De regreso a la «Khaoua del Sagrado Corazón», Carlos comenzó de nuevo a hacer la vida de Nazaret. Estaba redactando «El Evangelio presentado a los pobres negros del Sahara» (por si ocurría que alguno de ellos, un día, le solicitaba algo más que dátiles y cebada), cuando le llegaron noticias de nuevos estallidos de violencia en África. La última precisaba que también el Hoggar estaba revuelto. Todo hacía pensar que Francia aprovecharía la ocasión para intervenir y, después, quedarse en el territorio.

PREPARANDO UN NUEVO CAMINO
El Hoggar, corazón desnudo del Sahara, región de la sed y del miedo. Un océano en tempestad, inmóvil y muda, de piedras ásperas, rojas, negras, verdes, que proyectan aquí y allá contra el cielo montañas volcánicas de tres mil metros de altura... El Hoggar, el reino de los tuareg, los guerreros montados en camellos y vestidos de azul que caen sobre las caravanas, terribles como una maldición, y las roban y aniquilan.
Un día a Carlos le llegó una carta, procedente de In-Salah, el más grande de los oasis argelinos dominado por los franceses al sur, precisamente en los confines con el Hoggar. La escribía el general Laperrine, que mandaba aquel territorio de los oasis. Habían sido amigos en la escuela de Saint-Cyr y luego compañeros de armas en el IV de Cazadores de África. El general le hablaba del temporal que se estaba condensando en el cielo de allí; pero sobre todo le hablaba de los tuareg.
La carta produjo en Carlos el efecto de una fulguración. Llevaba varios años viviendo en la Khaoua con los ojos y el corazón vueltos siempre hacia el Oeste, hacia Marruecos; en aquel momento comprendió que el camino señalado por el Señor tomaba otra dirección, precisamente la opuesta a la por él deseada: le indicaba hacia el sureste hacia el país de los tuareg, el pueblo perdido en el desierto de piedra, que ignoraba el nombre de Cristo, y sólo podía ser visitado por él, porque era el único sacerdote en el mundo, en aquel momento, que tenía la posibilidad de conseguir autorización para partir hacia el Hoggar.
Entonces, una vez más, lo abandonó todo. Había dejado una vida de aventuras galantes por una vida de aventuras científicas; después dejó las exploraciones por la trapa, luego ésta por el eremitorio de Nazaret, y el eremitorio por la Fraternidad de Beni Abbés. Ahora traspasaba por última vez el límite de piedra de su clausura para seguir, a lo largo de los caminos del desierto, el mandato de Dios, y renunciaba definitivamente a «su» Marruecos por el salvaje Hoggar.
El corazón le sangraba: «La naturaleza se me resiste de un modo increíble. Me rebelo -y siento vergüenza- ante el pensamiento de dejar Beni Abbés, la tranquilidad al pie del altar, y lanzarme a la aventura de nuevos viajes, por los cuales hoy siento un horror indecible»;
Pero, ¿cómo negarse?
«He sido invitado, me esperan... Cuanto más viaje, más indígenas veré y más seré conocido por ellos».
Escribió el plan que había trazado: «Me estableceré entre los tuareg, lo más posible en el corazón del país. Rezaré, estudiaré la lengua y traduciré el santo Evangelio. Pondré todos los medios para relacionarme con ellos. Viviré sin clausura. Cada año, para confesarme, me dirigiré al norte. Durante el camino, administraré los sacramentos en todos los puestos avanzados, hablaré de Dios con los indígenas a mi paso...».
Cuando, a comienzos de 1904, inició su nueva aventura, le acudió a la mente lo que había escrito unos meses antes: «En cada instante, vivir como si esta noche hubiese de morir mártir... Prepararse sin cesar para el martirio y recibirlo sin gesto de defensa, como el Cordero divino...».
Quizá, en aquel momento, tuvo el presentimiento de que tales palabras no eran un mero deseo de su corazón, sino que tenían el sabor de una profecía.

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