Hno. Carlos de Jesús, el Marabuto del Corazón Rojo |
DEL HOMBRE VIEJO A LA ABYECCIÓN TOTAL
Había entrado en la capilla a primera hora de la mañana -«Un tipo que inspira poca confianza»-, cubierto de harapos y polvo, la barba sin arreglar, los pies hinchados y heridos dentro de unas sandalias con las suelas rotas,- «ha debido venir andando»- se cubría la cabeza con algo que se parecía a un turbante; sobre la espalda, una blusa con capucha a rayas blancas y azules dejaba ver unos pantalones de algodón, cuyo color podría haber sido en otra época más o menos parecido al azul: «Un tipo al que no hay que perder de vista, si no queremos que desaparezca de improviso llevándose la custodia de oro», pensó también la hermana María Fiel y, por ello, se había quedado en la sombra montando la guardia, mientras aquella figura sospechosa, inmóvil ante el altar, parecía no decidirse nunca a separar los ojos del Santísimo.
Transcurrieron
tres horas. Entonces se puso en pie. «Ahora intenta el golpe», pensó la lega, preparándose
para dar la alarma. Pero él, sin darse cuenta de que era vigilado, salió de la
capilla y se dirigió a la puerta del convento.
El patio del Monasterio de las Clarisas |
Tocó la
campana, y la Hermana Marta, la portera, se quedó asombrada al oír en un
francés absolutamente correcto, sin acento ninguno, expresarse a aquel hombre
andrajoso, que le dijo: «Quisiera hablar
con la madre abadesa».
Al llegar a
este punto de nuestra narración, ni siquiera las vitrinas del mayor anticuario
de París podrían contener por orden cronológico -si se nos permite decirlo así-
los trajes y uniformes que Carlos de Foucauld de Pontbriand ha lucido ya, así
como si fueran los símbolos de las distintas fases de su vida, que incluso
cambia hasta en el modo de vestir. A los ocho años se puso el uniforme del
colegio diocesano de Estrasburgo. A los dieciocho, el de cadete de la Escuela
Militar Especial de Saint-Cyr. A los veinte, el de alumno de la escuela de
caballería de Saumur. A los veintiuno, el de subteniente de Húsares (en este
periodo particularmente desordenado, el smoking fue un segundo uniforme,
vistiéndolo todas las noches). A los veintidós, vistió el de subteniente de
Cazadores de África. A los veinticinco, una exótica vestidura sirio-argelina,
mientras fingía ser el rabino moscovita Joseph Alemán. Poco después, en el
papel de rabino Couvaud, se puso la más modesta de hebreo marroquí. A los
treinta y dos años, tomando el nuevo nombre de hermano María Alberico, se
cubrió con el hábito trapense. Siete años más tarde, una vez abandonada la
Trapa (momento en que le encontramos a las puertas del convento de la clarisas
de Nazaret), ha cambiado otra vez de nombre, se llama hermano Carlos de Jesús y
también ha variado de vestiduras: ahora lleva andrajos, como el más miserable
de los mendigos de Palestina. Única señal de distinción: un rosario de cuentas
muy gruesas suspendido de la cintura.
Había
desembarcado en Jaffa el 24 de febrero, y sin una moneda en el bolsillo, se
puso en camino hacia el sur, hacia Belén y Jerusalén, en peregrinación; después
fue hacia el norte, hasta Nazaret, la meta tan largamente soñada. Había hecho
doscientos kilómetros a pie en ocho días.
Llegó a
Nazaret hambriento, extenuado, herido, marcado con llagas sangrientas
producidas por el empedrado de los caminos. Se presentó a los franciscanos de
la Casa Nueva para pedirles trabajo y permiso para poder vivir a la puerta de
su convento, pero aquellos frailes no tenían trabajo para darle, y le dijeron
que probase a pedirlo en las clarisas.
Tal era la
razón de que se encontrase en el locutorio de paredes encaladas, con una
mesita, una silla y, delante de él, la verja de hierro, tras la cual había una
cortina negra sin ninguna abertura.
«Alabado sea
Jesucristo», bisbisó una voz de mujer a través de la cortina.
El hermano
Carlos no dijo nada de sí. Sólo pronunció aquello que dicen los que piden
trabajo. Pero la abadesa, madre San Miguel, intuyó rápidamente que no se
trataba de uno de tantos hombres sin ocupación cuando, después de decirle que
efectivamente necesitaban alguien que les sirviese de sacristán, hiciera los
recados y supiera realizar algunos trabajos manuales, le preguntó qué cantidad
quería como salario, éste le contestó: «No
tengo necesidad de salario, sino sólo de un poco de pan y agua, además de algún
tiempo libre para orar».
No quiso
alojarse en la casa del jardinero; prefirió una garita de madera, que se usaba
para guardar las herramientas en el fondo del huerto, poco más grande que una
garita militar. Quitó cuanto le estorbaba y, unas veces haciendo de carpintero
y otras de albañil, la puso perfectamente en orden y limpia. Una lega le llevó
una mesita, un banco y un catre. Pero este último terminó retirado en un
rincón, pues Carlos dormía en el suelo.
Terminado el
arreglo, elevó la barraca a la dignidad de ermita y la dedicó a nuestra Señora
del Perpetuo Socorro.
Comenzó
entonces una nueva fase de la vida de Carlos de Foucauld, al cual le veían
regularmente levantarse antes del amanecer, ir al convento de los franciscanos
y permanecer en oración hasta las seis. Seguidamente volvía donde las clarisas
para barrer, preparar el altar, ayudar a la misa del capellán, y poner en orden
la iglesia. A lo largo del día, cavaba en el huerto o regaba la verdura, hacía
los pequeños trabajos manuales que siempre son necesarios en un convento, iba a
buscar el correo, pues en aquella época Nazaret tenía servicio postal, pero no
cartero.
Los momentos libres
los dedicaba a la oración en la capilla o a la lectura en su barraca. Leía los
libros de piedad que le pasaban las monjas del convento y los de teología que
le mandaban de Francia sus familiares. Únicamente los domingos aceptaba el
mismo desayuno frugal de las clarisas; los otros días de la semana hacía sólo
dos comidas, de pan duro y agua.
La abadesa,
informada de aquello por las legas, mandó varias veces que le llevasen
almendras e higos secos para hacer un poco más agradables las austerísimas comidas;
pero se enteró que siempre él ponía aquellas frutas en una caja de cartón y las
distribuía entre los niños y los mendigos, cuando creía no ser visto por nadie.
Un día, no se
sabe cómo ni por quién, la madre San Miguel supo la verdadera identidad del
hermano Carlos de Jesús; pero, respetando su silencio y deseo de ser olvidado,
no le dijo ni una palabra. Sin embargo, quiso ponerle a prueba.
Se acercaba el
6 de agosto, fiesta de la Transfiguración. Como todos los años, la mayor parte
de los cristianos de Nazaret y de los alrededores haría dos horas de camino
para subir al monte Tabor en romería. Sin embargo, esto, como otras veces,
terminaría en jolgorio, con bailes y embriagueces.
La víspera de
la fiesta, la madre abadesa mandó a la hermana Marta que fuera a decir al
hermano Carlos que debía subir necesariamente al monte Tabor.
Carlos, que
había oído hablar de aquella anual romería, tan irreverente, no sentía ningún
deseo de asistir.
«No conozco el camino», trató de excusarse.
«No se
preocupe, nosotras se lo indicaremos», le contestó la hermana Marta.
Carlos inclinó
la cabeza, resignándose a obedecer, y se dirigió a la capilla para orar. Poco
después volvió la hermana Marta.
«Tenga,
hermano -le dijo-, ésta es la escalera para subir al Tabor». Le puso en las
manos una escalerita de cartón, en cuyos peldaños estaban escritas, con la
bonita caligrafía de las monjas, las virtudes que se deben practicar para subir
a la montaña santa de Dios... La hermana Marta no pudo contener su alegre risa
y el hermano Carlos le hizo coro.
Ermita Ntra. Sra. del Perpetuo Socorro |
«Afortunadamente no es así en Nazaret»,
pensó Carlos.
En efecto,
cuando iba a la ciudad a buscar el correo, siempre había algún granuja que le
insultaba o se reía de él, al verle vestido con aquellos pintorescos harapos.
Una vez le persiguieron a pedradas, y para Carlos fue aquel un día de alegría.
«Días dichosos» como aquel, que
señalaban ante él mismo las etapas de su descenso, de la renuncia llevada al
extremo, de la abyección elevada a ideal, hubo muchos. Bastará recordar
algunos.
El hermano
Carlos de Jesús, que se cortaba el pelo él mismo, medio arrancándoselos con una
vieja navaja oxidada, un día se arrodilló delante de un padre carmelita, que
había ido de visita al convento, y le pidió su bendición. Aquél, al ver una
cabeza tan horrible le dijo: «Amigo, ¿no tendrás por casualidad sarna?».
En otra
ocasión, las monjas le encargaron que acabara con un zorro que, desde hacía
algún tiempo, entraba todas las noches en el gallinero del convento y cometía
grandes destrozos. Rogaron a un vecino que le prestara un fusil. Este llegó con
el arma, vio a aquel criado andrajoso y despeluchado, le pareció un poco tonto
y se sentó a su lado para explicarle, durante dos horas, con palabras muy
sencillas, lo mismo que si hablara con un niño o un retrasado mental, el modo
de disparar. Carlos de Foucauld, que había estado en dos escuelas militares,
que había sido oficial y había combatido en Argelia y explorado Marruecos, le
dejó la satisfacción de darle aquellas instrucciones, aceptando también todo el
desprecio que encerraban. Más tarde, al anochecer, se puso al acecho detrás de
un olivo, exactamente como le había sido indicado. Esperó varias horas, sin ver
siquiera la sombra del zorro. Después se puso el fusil sobre las rodillas y
pasó el resto de la noche rezando el rosario. Al alba, cuando volvió al
convento de las clarisas, supo que el zorro había hecho su acostumbrada visita
al gallinero. Todo Nazaret se rió a su costa.
Otra vez, un
predicador, de paso, comió en el locutorio de las clarisas. Era tiempo de
Navidad, así que los alimentos que el hermano Carlos sirvió a la mesa fueron
excepcionalmente buenos y abundantes. Al final, quedaron en los platos algunos
restos.
«Ahora te toca
a ti -le dijo el predicador, levantándose-. Siéntate y come bien, por lo menos
esta vez...»
Carlos leyó en
los ojos del fraile la buena intención; pero también cierto deseo de gozar de
la escena de un atracón memorable. Evidentemente le juzgaba un tragón. No quiso
desilusionarle y, aunque aquellos alimentos le repugnaban, decidió comerlos. Farfulló
una inacabable serie de «gracias» y se lanzó sobre los platos, cogiendo con las
dos manos los restos que habían quedado en ellos, devorándolos con toda la
avidez que logró fingir. ¡Le habían tratado de glotón, qué felicidad! Había
descendido otro peldaño en la escala de las humillaciones.
Otro día que
podía haber sido de dicha plena, lo fue solamente a medias. Se encontraba en el
patio de las legas, cerniendo lentejas. Pasaron dos religiosos franceses y les
oyó un comentario irónico a su respecto, por estar haciendo aquel trabajo de
mujer. Enrojeció hasta las orejas. Aquel rubor le quitó la alegría de la nueva
humillación. No lograba perdonárselo: «¿Por
ventura Jesús se hubiera avergonzado, aquí en Nazaret, de ayudar a su madre?».
Trató, en
suma, apasionadamente, día tras día, de convertirse, cada vez más, en objeto de
risa, y desprecio, a fin de anular su «yo» y ser, en la mayor medida posible,
una sola cosa con Cristo burlado y despreciado.
El día de
Pentecostés escribió entre sus apuntes una nota dirigida a sí mismo, que años
más tarde había de adquirir el dramatismo de una profecía: «Piensa que debes morir mártir, despojado de todo, tirado en tierra,
desnudo, irreconocible, cubierto de sangre y heridas, muerto violentamente y
dolorosamente.., y desea que sea hoy...».
¿Qué más podía
hacer Carlos de Foucauld, que no hubiese hecho ya en aquellos primeros meses
pasados en Nazaret, para arrancar de lo profundo de su ser las raíces del
«hombre viejo», de que habla el apóstol Pablo? Sin embargo, él pensaba que no
había logrado toda la expoliación de sí mismo que debía. Por ello, del 5 al 15
de noviembre entró en retiro: de la capilla a la barraca, en el más absoluto
silencio, siempre en meditación y plegaria.
Esta subida a
la montaña de Dios, hecha de mortificaciones, ayunos, vigilias y una pasión
siempre ardiente de ser despreciado, no pasó inadvertida a las clarisas, las
cuales le seguían, en todos sus detalles, a través de las noticias que llevaban
las legas, quienes eran las que trataban con él.
LA MADRE ABADESA
Madre San Miguel |
En un
determinado momento, la madre San Miguel informó del caso a sor Isabel del
Calvario, abadesa de las clarisas de Jerusalén, la cual también quiso conocer
personalmente a Carlos. Cuando éste llegó ante la reja -corría julio de 1898-,
ella comenzó a interrogarle y Carlos le contó a grandes rasgos toda su vida.
La madre
Isabel le retuvo algún tiempo junto a su monasterio: «Nazaret no se ha
equivocado -dijo, cuando concluyó su examen-; verdaderamente es un hombre de
Dios: tenemos en casa un santo». Seguidamente, de acuerdo con la madre San
Miguel, empezó la tarea de convencerle para que se hiciera sacerdote.
Como se
suponía, Carlos rechazó inmediata y decididamente aquella proposición. Pero
insistiendo un día y otro, repitiéndole que no tenía derecho a enterrar los
talentos que Dios le había concedido, la abadesa advirtió, con enorme alegría,
que se abrían las primeras grietas en la coraza de su resistencia. El
continuaba afirmando su indignidad, diciendo que no creía posible una
conciliación entre el ministerio sacerdotal y su vocación al último puesto, a
la abyección; pero ya había comenzado a admitir que quizá pudiera aceptar la
idea de hacerse sacerdote si hubiera tenido la certeza de poder permanecer
humilde y pobre, ignorado y despreciado.
Dos años más
tarde, el 9 de junio de 1901, después de un retiro en su querida trapa de
Nuestra Señora de las Nieves, entre los fríos montes de Vivarais, en Francia,
monseñor Montéty, obispo de Viviers, le impuso las manos para ordenarle sacerdote.
La madre San Miguel y la madre Isabel del Calvario, que habían sido intérpretes
de la voluntad de Dios, veían realizadas su esperanza. Carlos se había puesto
una nueva vestidura, esta vez la negra sotana del sacerdote, que añadía a la
larga serie de sus trajes.
SACERDOTES PARA LAS OVEJAS MAS ABANDONADAS
Sacerdote con su sobrino |
No existía
problema de elección para él. Sabía perfectamente, desde mucho tiempo atrás, a
qué lugar se dirigiría. «En la soledad de
la preparación al diaconado y al sacerdocio -recordará más adelante- comprendí
que aquella vida de Nazaret, que consideraba como mi vocación, debía vivirla no
en Tierra Santa, tan amada, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más
abandonadas. Este divino banquete, del cual yo iba a ser ministro, era preciso
ofrecerlo no a los parientes, ni a los ricos vecinos, sino a los cojos, a los
ciegos, a los pobres, es decir, a las almas sin la ayuda de un sacerdote».
¿África,
entonces? Precisamente, no podía ser otro lugar que «su» África. Tanto más
cuanto que habían sido los musulmanes de Marruecos, sin querer, los primeros en
orientarlo hacia Dios. Ahora quería devolverles el ciento por uno. Era entre
ellos donde deseaba ser testigo del verdadero Dios. Los recuerdos de dieciocho
años atrás afloraban claros en su mente: «En
el interior de Marruecos, tan extenso como Francia y con diez millones de habitantes,
no hay un solo sacerdote. En el Sahara, siete u ocho veces mayor que Francia, y
bastante más poblado de lo que en un tiempo se creyó, apenas se encuentran una
docena de misioneros. Ningún pueblo me parece más abandonado que éste...».
Sabía que,
después de la muerte del sultán Muley Hassán, la situación en el interior de
Marruecos se había hecho todavía más caótica y que toda la frontera
argelino-marroquí estaba en llamas. Exceptuadas las localidades donde había una
fuerte guarnición francesa, pocos oasis argelinos situados en las proximidades
de la frontera con Marruecos se podían considerar a cubierto de las incursiones
de los guerrilleros marroquíes.
Solamente muy
al sur, en el corazón profundo del Sahara, los franceses habían hecho algún
progreso, completando la ocupación, entre otros, de los oasis de Saoura,
habitados por una de las más extrañas poblaciones de origen árabe, negra y
hebrea. Ahora bien, aquellos oasis -Carlos lo sabía perfectamente- se extendían
hasta las fronteras del sur de Marruecos.
Era allí donde
debía ir. Y su sueño -siempre impedido, pero jamás abandonado, de fundar la
Congregación de los Hermanitos de Jesús- se unió a la nueva decisión: «Nosotros fundaremos junto a la frontera
marroquí no una trapa, no un grandioso y rico monasterio, no una empresa
agrícola, sino una especie de humilde eremitorio, donde pocos monjes pobres
podamos vivir con una escasa cantidad de fruta y trigo, cultivados con nuestras
propias manos, en una rigurosa clausura, haciendo penitencia y adorando al
Santísimo, sin salir jamás de los límites del eremitorio, sin predicar jamás;
pero ofreciendo hospitalidad a quien la pida, bueno o malo, amigo o enemigo,
musulmán o cristiano... Creo que habéis comprendido lo que yo quisiera:
construir una zaouia de oración y hospitalidad, para hacer irradiar el
Evangelio, la verdad, la caridad, a Jesús».
Era tal su
amor a Marruecos que, para denominar el eremitorio que soñaba, no dudaba en
emplear una palabra árabe: zaouia, que significa «centro de una fraternidad religiosa
musulmana».
En septiembre
de 1901, Carlos de Foucauld desembarcó en Argel; pero en seguida sus proyectos
encontraron serias dificultades. El Saoura era todavía considerado zona de
operaciones y los militares no soportaban la llegada de civiles. En cuanto a
sacerdotes, el gobernador general de Argelia era absolutamente contrario a que
pusieran allí los pies, por temor, decía, a indisponer todavía más a los
musulmanes. Si además un clérigo se presentaba, como Carlos de Foucauld, anunciando
su intención de fundar una nueva congregación, esto todavía hacía más
categórica la negativa.
Sacerdote para las ovejas mas abandonadas |
Por fortuna,
Carlos encontró en Argel a bastantes de sus antiguos compañeros de armas,
algunos de los cuales ocupaban importantes puestos de mando en África del
Norte. Fueron éstos quienes consiguieron allanar, una tras otra, todas las
dificultades. Así que, después de haber estado cerca de un mes en descanso
forzoso, Carlos obtuvo permiso para ponerse en viaje hacia los oasis del
Saoura, exactamente hacia Beni Abbés, ya que éste, según las informaciones que
le habían dado, era el que mejor se adaptaba a sus planes, pues comprendía
algunos poblados indígenas, se alojaba en él una guarnición francesa, ni un
solo sacerdote había en sus proximidades y por añadidura era el más cercano al
sur de Marruecos.
Carlos, para
emprender el camino, se puso una nueva vestidura, esta vez la misma de los
indígenas saharianos: una blanca gandourah y un cheché de igual color.
Únicamente llevaba dos signos que le distinguían: un grueso rosario de cuero
pendiente de la cintura y un gran corazón rojo, sobre el cual había una cruz
también roja, colocada en el pecho de la blanca gandourah.
Tomó un viejo
tren que, traqueante y lento, llegaba hasta unos pocos kilómetros antes de
Figuig, un oasis más bien turbulento. De allí en adelante no había más que un
camino que, marchando paralelo a la invisible frontera de Marruecos, conducía a
Beni Abbés.
Carlos quiso
hacer el camino a pie; pero se lo impidieron. «No son éstos lugares por los
cuales se pueda andar según el gusto de uno. !A caballo, monsieur l'abbé!».
Carlos aceptó
el caballo y se puso en camino confiado a las escoltas de un lugarteniente, que
regresaba de permiso, y un grupo de soldados indígenas.
No les
acompañaremos en su viaje a través de las dunas del Sahara. Mejor esperarles a
las puertas de Beni Abbés, donde el círculo de peladas colinas del desierto se
abre y se descubre a la mirada de quien llega, al otro lado de una llanura de
aridez lunar, la cinta brillante de las aguas del oued Saoura, que suaves y
caudalosas, envuelven un bosque de siete u ocho mil palmeras verdes oscuras;
desde aquí, un espolón de roca amarilla prorrumpe gigantesco hacia el cielo.
Si Carlos de
Foucauld pensaba vivir en el Sahara más oculto que en Nazaret, pronto le fue
quitada esta ilusión. El capitán Regnault, que mandaba la guarnición local,
salió a su encuentro en compañía de todos los oficiales y, desde los tres
poblados, escondidos entre los huertos y los árboles frutales del encantador
oasis, vinieron los jefes de aquel millar y medio de habitantes, de raza mitad
negra y mitad bereber.
Su fama de
húsar brillante, valeroso soldado del cuerpo de Cazadores de África e intrépido
explorador de Marruecos, había llegado unos días antes que él. Ya podía
presentarse, estrechando las numerosas manos que se le tendían, como «hermano
Carlos de Jesús». Intento inútil. Le habían bautizado ya a su manera, apenas
recibieron de Argel la noticia de que le iban a tener entre ellos: los
franceses le llamaban «padre Foucauld» y los árabes «marabuto del corazón
rojo». Los unos querían que se alojase en el fortín y los otros en los
poblados.
Pero el fortín, aunque austero, era
demasiado confortable y las aldeas demasiado floridas. Su puesto estaba fuera
del fortín y fuera de las aldeas, en pleno desierto, solo ante Dios, pero al
mismo tiempo no demasiado lejos de aquellos hombres que tenían necesidad de él.
Es más, encontrándose cerca de la frontera entre Argel y Marruecos, su puesto
no podía estar más que en el lugar de división entre franceses y árabes, entre
cristianos y musulmanes.
Inspeccionó la
zona y, a menos de un kilómetro de Beni Abbés, descubrió que un vasto rellano,
árido y quemado por el sol, terminaba en una hondonada. Descendió por la
difícil cuesta, entre el silencio de las piedras agostadas por el sol y, al
llegar hasta la mitad, se detuvo: desde aquel lugar no se veían ni las torretas
del fortín, ni las copas de las palmeras; los montículos de las dunas cerraban
el horizonte, y ante los ojos no tenía más que el paisaje desolado y la bóveda
del cielo. Carlos miró hacia abajo, hacia el fondo, y divisó algunos escuálidos
matorrales. Buena señal: allí, en algún tiempo, debió haber pozos de agua.
Bien, su eremitorio lo construiría en aquel lugar, en la mitad de la cuesta, en
el escenario dantesco que le rodeaba.
«Para recibir la gracia de Dios -escribió
aquella misma noche a un amigo trapense- es preciso vivir algún tiempo en el
desierto: aquí es donde uno se vacía, se desembaraza de todo aquello que no es
Dios, se libera completamente la habitación de nuestra alma para dejar el sitio
sólo a Dios. Los hebreos pasaron por el desierto; Moisés vivió en él antes de
ser encargado de su misión; San Pablo, San Juan Crisóstomo, también fueron
preparados en el desierto... Es un tiempo de gracia, una condición por la cual
el alma que quiera dar fruto debe pasar necesariamente. Es preciso este
silencio, este olvido de todo lo creado, pues en él Dios edifica su eremitorio
y crea el espíritu interior... Subid todavía más arriba: mirad a San Juan
Bautista, a nuestro Señor mismo. El no tenía necesidad; sin embargo quiso
darnos ejemplo...»
Después escribió
también a su prima María de Bondy. para pedirle dinero. Necesitaba un millar de
francos destinados a comprar al caíd de Beni Abbés el árido terreno de la
cuesta, porque justamente a lo largo de aquella pendiente esperaba encontrar un
poco de tierra cultivable. El dinero llegó pronto y Carlos puso manos a la
obra. Tenía que levantar el pequeño eremitorio, cavar la tierra para plantar un
huertecillo, poner de nuevo en funcionamiento los viejos pozos del fondo de la
hondonada y plantar en torno de éstos algunas palmeras y olivos. Comprendió
bien pronto que él solo no lograría hacerlo. Pero el capitán Regnault,
sospechando la misma cosa, le envió varios soldados para que le ayudasen, al
menos, a preparar el adobe.
Zaouia de oración y hospitalidad |
Lo primero que
construyó fue la capilla. No se parecía en nada a una iglesia,
ni siquiera a la
más mísera del más olvidado valle de Europa. Si no hubiese sido por la pequeña
cruz de madera que tenía en el tejado, no se la habría podido distinguir,
externamente, de las demás chozas árabes de aquellos contornos. Por dentro no
se diferenciaba en absoluto de las cinco habitaciones que se estaban levantando
a su alrededor. Una de éstas estaba destinada a celda de Carlos, otras dos para
los huéspedes que pudieran llegar y las restantes para los hipotéticos
compañeros que, en su sed de unidad en la caridad, esperaba siempre que se
agregarían a él.
Bien pobre
cosa era la iglesia construida; pero no dejaba de ser la casa del Señor, y
Carlos la describió entusiasmado a su prima Maria de Bondy: «Por dentro está recubierta de mortero gris
oscuro, o mejor gris perla muy oscuro, gris negro en suma; un bonito color
natural. Tiene cuatro metros de altura. El cielo raso, o, mejor dicho, el
techo, es horizontal, hecho con gruesas vigas de palmera. En conjunto resulta
rústica, bastante pobre; pero armoniosa y bella. Para sostener la construcción
hay en el centro cuatro troncos de palmera, verticales. Con su rusticidad
producen un bellísimo efecto y encuadran muy bien el altar. En la parte del
Evangelio hay colgada una lámpara de petróleo que me da luz por la noche e
ilumina el altar. Este, desmontable, de madera blanca, fue hecho, de acuerdo
con mis indicaciones, en Nuestra Señora de las Nieves, y lo traje conmigo. Es
una mesa sostenida por cuatro gruesas patas cuadradas y en su centro se halla
el sagrario. La cruz es de cuero sobre ébano, bellísima: regalo de la abadesa
de las clarisas de Jerusalén. Del techo pende un dosel, a modo de cortina, de
tela gruesa, verde oscura, absolutamente impermeable, para resguardar el altar
y la peana de la lluvia. El techo protege más del sol que del agua. El suelo
está cubierto de una capa de arena roja de diez centímetros de espesor: en este
país, arena la hay a montones...».
El 1 de
diciembre de 1901, Carlos celebró por primera vez la misa. «Quien no ha
asistido a aquella misa -contó después el viejo soldado que le ayudó, no sabe
lo que es una misa. Cuando pronunció el Domine, non sum dignus, el padre
Foucauld puso tal acento, que los presentes lloraron con él...».
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