Hermano Carlos de Jesús |
ÚLTIMO A TODA COSTA
El sobre
presentaba un montón de sellos de colores vivos, en los cuales se veía la media
luna turca. Hacía meses que María de Foucauld, esposa del señor de Blic,
esperaba aquella carta.
«El trabajo más duro -leyó, entre otras
cosas, y fue el párrafo que la impresionó más- es el de la tierra. En invierno
se talan los bosques, en primavera se podan las vides, en verano se siega el
heno y se recoge el grano. Anteayer precisamente hemos terminado de segar. Un
trabajo de labradores, en suma, inmensamente bueno para el alma, la plegaria y
la meditación. Después de este trabajo -más pesado de cuánto se puede imaginar,
sobre todo para uno como yo, que jamás lo ha hecho- se siente compasión de los pobres,
caridad hacia los obreros, amor por los trabajadores...
Se conoce el precio de un pedazo de pan
cuando se prueba cuánto sudor cuesta producirlo. ¡Se aprende a tener compasión
de aquellos que trabajan, al compartir fatigas!...»
Trapa de Nuestra Señora de las Nieves |
La carta
estaba firmaba por el hermano de la señora Blic, el antiguo vizconde Carlos de
Foucauld de Pontbriand, ahora más sencillamente fray María Alberico, y procedía
de la lejana trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Siria, lo que en
aquél entonces equivalía a decir del imperio otomano.
Fray María
Alberico estuvo sólo seis meses en la trapa de Nuestra Señora de las Nieves,
enclavada en los helados montes de Vivarais. («Parecía un ángel en medio de
nosotros», escribía de él el padre abad, don Martín). Después no se le quiso
hacer suspirar más por la pobrísima trapa del Asia Menor y, en junio de 1890,
el novicio pudo dejar la escoba junto al cogedor de basura y dirigirse a
Marsella, donde embarcó hacia Oriente. El 9 de julio desembarcaba en
Alejandreta. En el puerto, bajo un cielo de metal fundido, le esperaba el padre
Etienne, con la blanca túnica empapada de sudor. En silencio, los dos subieron
a la grupa de sendas mulas y, escoltados en el primer trecho del camino por un
pelotón de guardias turcos y después por varios guerreros curdos, avanzaron
hacia el interior.
La fecha era la de un día
de fin de verano de 1891. Carlos, como le seguían llamando en la familia,
estaba allí desde hacía más de un año.
El camino
ascendía con rápida pendiente por entre las montañas de Amanus, vigilado desde
lo alto por las torres espectrales de antiguos castillos en ruinas. El paisaje
sombrío, que recordaba al áspero y desolado del Pequeño Atlas, la escolta
armada que caminaba con cautela a su lado, los jinetes de mirada huidiza que se
cruzaban con ellos, las caravanas de lentitud exasperante que a veces cerraban
el paso, los bosques infectados de bandidos, el sol que había bajado hasta la
altura del horizonte: todo hacia revivir en la mente de Carlos una parte de su
aventura marroquí. Si no hubiese sido por la vestidura que llevaba -el hábito
cisterciense de fray María Alberico y no el pintoresco disfraz del rabino
Couvaud- la similitud de lugares y circunstancias le habrían hecho creer que
verdaderamente se acababa de despertar de un largo sueño para encontrarse,
algunos años atrás, y a millares de kilómetros de distancia, sobre un camino
prohibido en la tierra del Sultán Muley Hassan.
Cabalgaron dos
días y dos noches, con breves descansos para dormir. Subieron a la cima de la
colina de Beilán y descendieron por la otra vertiente hasta el poblado de
Akbés, asomado a una vertiginosa pared cortada a pico. Bajaron por un lugar
donde la verticalidad era menos pronunciada, siguiendo un camino de mulas
apenas marcado en la roca, y alcanzaron el fondo del horrible precipicio.
Recorrieron un largo trecho de la estrecha garganta, treparon por el lecho de
un arroyo sin agua en aquellos momentos, y desembocaron al fin en un amplio
valle, dulcemente extendido a ochocientos metros de altura, pero cercado de
montes impenetrables, que erguían sus cimas de roca gris, horadadas por
cavernas, más altas que los sombríos bosques de pinos marítimos, encinas
gigantes y olivos silvestres, vivienda de perdices, venados y bandidos, reserva
de caza -durante el invierno- de los lobos, panteras, osos y jabalíes.
Si el hosco
paisaje, que los había acompañado durante el largo camino desde Alejandreta
hasta allí, hizo recordar a Carlos algunas regiones de Marruecos, aquel valle
insospechado y que aparecía repentinamente ante sus ojos, verde de pastos,
dorado de mieses y alegre de árboles frutales, le trasladó, como por arte de
magia, a los años de su infancia, en un valle de los Vosgos, cuando su pequeña
mano iba cogida de la mano grande y buena del abuelo Morlet, coronel de
artillería retirado. Pero poco después, los ojos del novicio encontraron dos
detalles que le volvieron bruscamente a la realidad: una empalizada alta y
sólida, protegida con espino, construida alrededor de todo el valle, en los
limites con el bosque, para impedir las incursiones de las fieras; y en el
centro, un poblado de barracas, hechas con madera y barro, cubiertas con ramas,
muy semejante a los pueblos de los buscadores de oro del Far West, de los
cuales Carlos había visto algunas fotografías.
Akbes |
En 1882, los
trapenses de Nuestra Señora de las Nieves, amenazados con la expulsión de
Francia, enviaron a uno de ellos a buscar refugio en otro lugar. Alguien
encontró aquí el refugio adecuado, en tierra Siria, en aquella cuenca perdida
entre montes, donde el furor de los turcos había pasado sin dejar huella de
personas y de cosas.
Entonces
vinieron unos cuantos monjes desde Nuestra Señora de las Nieves, y fundaron una
trapa hija, dedicada a Nuestra Señora del Sagrado Corazón, y don Luis Gonzaga,
hermano de don Martín, fue el prior. Algunos curdos, bajados de las montañas,
se dejaron convencer de que abandonaran el bandidaje y todos juntos pusieron
manos a la obra; levantaron algunos alojamientos provisionales, protegieron el
valle con la empalizada, limpiaron el suelo de ruinas y, araron la tierra
cultivable. Cada año recogían cebada, trigo, legumbres, uva, algodón y fruta,
cada vez con mayor abundancia.
Después de
ocho años de fatigas sin descanso, el valle que se ofrecía a los ojos de
Carlos, tapizado de prados limpios y de cultivos ordenados, era un encanto.
Pero el monasterio -si así se podía llamar a aquel conjunto de chozas
miserables- hablaba todavía el áspero lenguaje de los pioneros. En el verano,
los frailes dormían en un granero que estaba encima de los establos; el olor se
metía por entre las tablas mal juntas y el pataleo de los animales no cesaba en
toda la noche. Para los inviernos tenían otro granero, situado sobre el
refectorio, y el frío parecía una lluvia glacial desde el techo de hojalata
cubierto de nieve.
«Somos una veintena de trapenses,
comprendidos los novicios -escribió Carlos algún tiempo después a su hermana
Maria de Blic-. Hay ganado, bueyes, cabras, caballos, asnos, cuanto es
necesario para una labor agrícola en gran escala. En las barracas se alojan
también una veintena de huérfanos católicos -comprendidos entre los cinco y los
quince años- y una quincena de obreros laicos -curdos que abandonaron el
bandolerismo para hacerse agricultores-, sin contar un número siempre variable
de huéspedes, en el verdadero sentido de la palabra, pues ya sabes que los
monjes son esencialmente hospitalarios... Mi alma tiene una profunda paz, una
paz que desde el instante en que llegué no me ha dejado, y que cada día es más
grande, si bien comprendo cuán poco es mía y cuánto, por el contrario, es un
puro don del Señor».
Aquella
pobreza santificada por la oración, el trabajo hecho sagrado por la regla, el
encontrarse en tierra de Asia, no lejos de los lugares que habían acogido a los
primeros eremitas cristianos, le entusiasmaron, hasta tal punto, que creyó -por
algún tiempo- haber conseguido plenamente la sencillez de los tiempos
primitivos.
LA POBREZA COMO CAMINO DE ENCUENTRO
Pero luego
recordó que todavía estaba ligado al mundo por un grado de oficial de la
reserva y por aquel extravagante apartamento que poseía en Paris en el número
50 de la calle Miromesnil. Se apresuró a escribir a su hermana: «También es tuyo, te lo regalo»; y al
ministro de la guerra: «De nuevo presento
mi dimisión del ejército francés, y esta vez definitivamente». Después, con
un profundo sentimiento de alivio, comunicó a su prima Maria de Bondy: «Este paso me ha dado una verdadera alegría.
Había dejado todos los bienes; pero me quedaban dos impedimentos miserables: el
grado y una pequeña propiedad. Me siento feliz de haberlos arrojado también por
la ventana».
La semana del
2 de febrero de 1892 -el alba no había despuntado todavía sobre la fiesta de la
Candelaria- fray María Alberico hizo voto de pobreza, castidad y obediencia en
la Orden de los cistercienses reformados es decir, de los trapenses.
«Ya no me pertenezco en absoluto -escribió
en la noche de su profesión religiosa-. Me encuentro en un estado que nunca
había experimentado, si no es a mi regreso de Jerusalén. Es una necesidad de
recogimiento, de silencio, de estar a los pies de Dios y de contemplarle...».
«No sabéis,
señora -escribía respecto a él Don Luis Gonzaga, prior de la trapa, a María de
Bondy-, qué santo compañero de viaje hacia el cielo se ha unido a nosotros...
Nuestro venerado padre Policarpo, que es su director espiritual, tiene casi
cincuenta años de profesión religiosa y más de treinta de superior, y me
asegura que no ha encontrado en su vida un alma tan entregada a Dios...». Y le
confiaba, quizá para obtener de ella una ayuda indirecta: «Quisiera que fray
María Alberico hiciese los estudios de teología para ordenarse sacerdote. Pero
preveo que habré de sostener una gran lucha con su humildad».
Si ése era el
deseo de Don Luis Gonzaga, más ambicioso era el proyecto que abrigaba su
hermano, Don Martín. Este, llegado desde Francia a la trapa de Siria en visita
canónica, dijo clara y rotundamente que fray María Alberico era el más dotado
para ser en un día futuro prior del monasterio de Nuestra Señora del Sagrado
Corazón. Sin embargo, los dos estaban de acuerdo en que la tarea de convencerle,
para que aceptase semejante dignidad, iba a ser muy difícil.
Fray María Alberico no tenía ninguna de las
llamadas «santas ambiciones»; o, mejor dicho, de ambiciones nutría una sola
legítima, firmísima: la ambición de estar en el último puesto siempre y en
todas partes.
Los dos
superiores lo comprobaron, sin lugar a dudas, al iniciar los primeros sondeos;
nada más mencionárselo se declaró indigno del sacerdocio y descartó la idea de
cualquier dignidad, aunque fuese religiosa, con el mismo ímpetu con que habría
rechazado la tentación que pretendiera alejarle de aquella pobreza, la cual
-decía- era la única capaz de acercarle a Cristo: «Experimento un gozo vivísimo al estar metido hasta el cuello entre la
paja y la leña, y mi repugnancia es extrema hacia cuanto pueda alejarme de este
último puesto, que he venido a buscar aquí, en esta abyección, en la cual deseo
profundizar más y más, según el ejemplo de nuestro Señor...»
El «peligro»
de tener que ordenarse sacerdote -es la palabra empleada textualmente por fray
María Alberico- pareció alejarse cuando, además de no volver a mencionarle los
estudios teológicos, le encargaron de remendar y coser los vestidos de los
huérfanos acogidos en la trapa. Le pareció entonces que se le abrían las
puertas del cielo. ¡Aquel trabajo si que le aproximaba a la casita de Nazaret!
Pero su
felicidad duró poco tiempo. En agosto de 1892 le fue ordenado, de repente, que
dejase la aguja y comenzase los estudios de teología. Desesperado, corrió ante
el prior.
«No tengo vocación», insistió.
Don Luis
Gonzaga le contestó, con tono terminante, que era cosa ya decidida y no había
nada que objetar.
Hotel Moitessier |
«La teología me interesa», escribió
Carlos algún tiempo más adelante; pero nunca dijo que la amara. Le interesaba
en cuanto !e hablaba de Dios y, queriendo, también podía conducirlo a Él. Pero
en cuanto ciencia -no como acto de vida ni de amor- en ningún momento le
produjo una chispa de entusiasmo. «Estos
estudios -escribió- no valen lo que la práctica de la pobreza, de la
obediencia, de la mortificación, de la imitación de nuestro Señor, que me
inclinan al trabajo manual. Pero como lo hago por obediencia, después de
haberme resistido cuanto me ha sido posible, no hay duda de que es esto lo que
el buen Dios quiere de mí en este momento».
Yendo y
volviendo de la trapa a la misión de los lazaristas en Akbés, Carlos tenía
mucho tiempo para pensar sobre los hechos de su vida. Poco a poco, empezó a no
sentirse a gusto consigo mismo.
Recordaba que
hacia algún tiempo había escrito: «Cuanto más das a Dios, más devuelve El.
Creía, al dejar el mundo, haberlo dado todo; pero en la trapa he recibido mucho
más de cuanto he dado en toda mi vida». Entonces escribió estos reglones con el
corazón lleno de gozo. Pero, ahora, pensar en ello le producía profunda
inquietud. Había soñado y encontrado la trapa más pobre y más dura de cuantas
existían en el mundo; y sin embargo aquella trapa le había ofrecido una vida
tan dulce y tan fácil...
Por añadidura,
la orden de estudiar le turbaba. «Para
aplicarme con todas mis fuerzas en el estudio de la teología, me veo obligado a
renunciar a la lectura y a pasar menos tiempo en la Iglesia... la teología me
interesa, sí, y también es bella cuando se la ama... Pero sabía mucha, acaso,
San José?»
A pesar de su
gran tristeza, sacaba fuerzas para ironizar sobre sí mismo: una trapa, que le
encaminase hacia «una honorable vida de estudio», no la había esperado ni
remotamente. Mientras tanto, las palabras de san Vicente de Paúl resonaban cada
día, cada hora, de la misma manera, en su interior: «Amemos a Dios, amemos a Dios; pero a costa de nuestros brazos y con el
sudor de nuestra frente».
El sentimiento
de disgusto que ya dominaba el alma de Carlos, aumentó en abril de 1893, a
causa de un «Breve» de León XIII, que autorizaba a los trapenses a usar grasa y
mantequilla como condimento para los alimentos de su régimen vegetariano. Más
aún, la autorización tenía valor de recomendación.
Comprendía
perfectamente que el Papa había dado aquel documento por la preocupación de
salvaguardar, en cuanto era posible, la salud de los trapenses; y sabía también
que, únicamente con este espíritu, la trapa de Nuestra Señora del Sagrado
Corazón había aceptado la invitación de Roma. No obstante, no podía negarse a
si mismo que aquel hecho hacía más profundo el sentimiento que experimentaba
últimamente: el de hallarse en la trapa como pez fuera del agua.
«Desde hace unas semanas -escribía a María
de Bondy el exrefinadísimo sibarita en especialidades gastronómicas- no tenemos
nuestra buena cocina a base de agua y sal... Ponen en los alimentos una enorme
cantidad de grasa... Tú puedes comprender cuánto me disgusta esto: mortificarse
menos es dar un poco menos a Dios, un poco menos a los pobres...».
Pasó algún
tiempo, y la inquietud creció hasta tal punto en el ánimo de Carlos, que no
tuvo más remedio que enfrentarse con el dramático interrogante que dominaba sus
pensamientos: ¿podía, debía permanecer todavía entre los trapenses? En
realidad, los votos que había pronunciado hasta aquel momento eran temporales;
pero este hecho no era suficiente para aplacar su angustia.
Decidió pedir
consejo al padre Policarpo y a sus superiores, y les habló con entera
sinceridad.
«Me siento seguro -les dijo- de que mi
vocación no coincide exactamente con la Orden de los cistercienses reformados».
Le pidieron
que dijera cuál era la Orden a la que se sentía llamado y respondió que, en
aquel momento, no existía en la Iglesia una comunidad que reuniese las
condiciones que él necesitaba.
¡NAZARET, NAZARET !
«Viendo que no es posible en la trapa llevar
la vida de pobreza, de absoluto desinterés, humildad -y diría también de
recogimiento- de nuestro Señor en Nazaret, me he preguntado si Él me habrá dado
estos deseos tan vivos para que se los sacrifique o, por el contrario, si dado
que hoy ninguna congregación en la Iglesia ofrece la posibilidad de llevar la
misma vida que El tuvo en este mundo, debo buscar algunas almas con las cuales
fundar una pequeña congregación que reúna estas condiciones: imitar lo más
exactamente posible la vida de nuestro Señor, vivir únicamente del trabajo
manual, sin aceptar ningún regalo ni limosna alguna, siguiendo al pie de la
letra los consejos de Cristo, no poseyendo nada, dando a todo el que pida, no
reclamando nada, privándose de todo lo privable, a fin de ser lo más conforme
posible a nuestro Señor y darle lo más que podamos en la persona de los pobres.
Al trabajo iría unida mucha oración, pero sin oficio en el coro, ya que es un
inconveniente para los huéspedes y ayuda tan poco a la santificación de los
ignorantes. Las comunidades serían de pocos miembros, a la manera de los
carmelitas, porque los monasterios numerosos asumen, necesariamente, una
importancia material que es enemiga de la pobreza y de la humildad. Y así
difundirse por todas partes, sobre todo en los países de infieles o
abandonados, donde será dulcísimo aumentar el amor y los servidores de nuestro
Señor Jesús...»
Esto dijo a
sus superiores. Al confesor le preguntó de dónde le vendría aquel deseo tan
grande de realizar su «ideal de Nazaret»: ¿De Dios? ¿Tal vez del demonio? ¿O de
su fantasía? «El padre Policarpo me ha
contestado que no lo piense por el momento y espere la ocasión, propicia, que
Dios, si este deseo mío viene de El, lo hará surgir sin duda».
Más dura fue
la respuesta del abate Huvelin, al cual había escrito para pedirle también
consejo: «Proseguid los estudios de
teología, al menos hasta el diaconado; aplicaos en el ejercicio de las virtudes
interiores y sobre todo del anonadamiento. En cuanto a las virtudes externas,
practicadlas en la perfecta obediencia a la regla y a los superiores... Para lo
demás, esperemos. Sin embargo, tened presente que vos no estáis hecho, en
absoluto, para guiar a los demás...».
Ante esta
respuesta, fray Maria Alberico inclinó la cabeza.
«Paciencia,
paciencia», pensó. Transcurrieron varios meses, sin que sucediera nada. Pero de
improviso, Dios le envió la primera señal.
Fue en abril
de 1894. A fray María Alberico le mandaron ir a velar el cadáver de un operario
árabe católico. Apenas pisó la choza del muerto, se sintió conmovido hasta lo
más profundo. A poca distancia de la trapa más pobre del mundo, descubría una miseria
tan tremenda que hacía parecer riqueza la pobreza de los monjes.
«Nosotros, los trapenses -pensó entonces-,
hemos renunciado al mundo, es verdad; vivimos una vida dura, es cierto. Pero
este hombre que acaba de morir en este tugurio ha llevado una vida todavía más
dura. Por añadidura, nosotros los frailes formamos una comunidad numerosa, nos
sostenemos el uno al otro, tenemos algunas tierras y ganados; pero este hombre,
para mantener a su familia, estaba solo, como San José. No poseía nada. Y si ha
logrado sobrevivir hasta hoy, ha sido gracias a que vendía cada día, míseramente,
el trabajo de sus brazos. ¡Qué diferencia entre esta casa y la nuestra! ¡Cómo
añoro a Nazaret!».
Un año más
tarde, en noviembre de 1895 hubo una terrible matanza, fue la segunda señal.
Los cristianos de Armenia se sublevaron contra los turcos y éstos aprovecharon
la oportunidad para intentar el exterminio no sólo de los armenios, sino de
todos los cristianos, católicos y greco-ortodoxos, donde quiera que se
encontrasen. En pocos meses las víctimas llegaron a ciento cuarenta mil -en
Marache, la ciudad más próxima a la trapa, en dos días fueron muertos cuatro
mil quinientos-, y muchos fueron mártires, en el pleno sentido de la palabra,
porque murieron voluntariamente, sin defenderse, antes que renegar de la fe.
«Los europeos se hallan bajo la protección
del gobierno turco, y así nosotros estamos seguros -escribió Carlos, con
profunda amargura-. Pero es bien doloroso ser tratados de este modo por los
mismos que degüellan a nuestros hermanos. ¡Cuánto mejor sería morir con ellos
que ser protegidos por sus asesinos!».
La gran
tragedia aumentó todavía más su deseo de abyección total. Si no hubiese sabido
aceptar la obediencia hasta la completa negación de si mismo, no habría
resistido, ni un minuto más, dentro de la empalizada que cerraba el verde
valle.
Pero obedeció,
una vez más se anonadó en la obediencia, Aunque desde hacía tres años no sentía
otro deseo que salir de la trapa, en enero de 1896 -por obediencia- renovó los
votos temporales por dos años más. No obstante, al mismo tiempo, elaboraba con
todo detalle un proyecto de regla para las pequeñas comunidades que soñaba
fundar y para las cuales ya había encontrado nombre: «Congregación de los
Hermanitos de Jesús».
«Estas comunidades -escribió- se
establecerán en las ciudades pequeñas o en los suburbios de los centros
populosos, en todo caso en los barrios donde vivan los más pobres. Habitarán en
pequeños alojamientos, que serán absolutamente semejantes a las más miserables
viviendas del lugar, barracas o cabañas, según sean.
Cada alojamiento tendrá tres habitaciones;
una reservada a la capilla, otra a los huéspedes y la tercera a los Hermanitos.
Nada de sillas, ni de camas: bastará con unos bancos adosados a las paredes. En
torno a la barraca habrá un huertecillo para cultivar legumbres y algunos árboles
frutales.
La clausura será extremadamente severa, y el
silencio deberá reinar perpetuo, roto solamente por la oración que, con el
trabajo, ocupará toda la jornada. El trabajo será manual y lo más sencillo
posible, tanto para sufrir la misma fatiga que la gente más ignorante como para
dejar libre el espíritu para la meditación. Por el trabajo se cobrará el
salario más bajo.
Trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón |
También la oración será "pobre":
se asistirá a la misa, se adorará al Santísimo, se rezarán el ángelus, el
viacrucis y el rosario; pero nada de oficio canónico: no se debe excluir de la
plegaria a aquellos que no saben nada de latín...».
Carlos envió
una copia de este esbozo de regla al abate Huvelin. La respuesta llegó,
alarmadísima, a vuelta de correo: «Vuestra regla es absolutamente
impracticable. ¡Si el Papa vaciló en aprobar la franciscana, por considerarla
demasiado severa, imaginad la vuestra! ¿Debo deciros la verdad? Me asusta.
Vivid a las puertas de una comunidad, en la abyección que queréis; pero no
redactéis reglas, os lo suplico...».
¡Pobre abate Huvelin, qué golpe había asestado a aquel proyecto de regla!. Pero había servido para algo: rehusaba, de un modo claro, reconocer en Carlos de Foucauld el espíritu del fundador y, al fin, le daba permiso para vivir -como un solitario loco de Dios- a la puerta de cualquier monasterio.
¡Pobre abate Huvelin, qué golpe había asestado a aquel proyecto de regla!. Pero había servido para algo: rehusaba, de un modo claro, reconocer en Carlos de Foucauld el espíritu del fundador y, al fin, le daba permiso para vivir -como un solitario loco de Dios- a la puerta de cualquier monasterio.
Carlos no dejó
pasar el tiempo. Inmediatamente presentó al padre Policarpo y a los superiores
su petición de libertad. Estos escribieron a Roma para solicitar la
autorización de Don Sebastián, el superior general de los trapenses. Cuando el
10 de septiembre llegó la respuesta, decía sólo: «El hermano María Alberico es
invitado a partir inmediatamente hacia la trapa de Staoueli, donde recibirá
nuevas instrucciones».
La trapa de
Staoueli se encontraba situada a diecisiete kilómetros de Argel, en una meseta
desierta. Era prior Don Luis Gonzaga, el mismo que hasta hacia poco había
estado allí, en Siria, dirigiendo la de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
La alegría que
sintió Carlos al ver, después de diez años, a su amada África y al abrazar a su
antiguo superior, se apagó tan pronto le fueron comunicadas las «nuevas
instrucciones» dadas por Don Sebastián: como última prueba debía estudiar,
durante dos años, teología en Roma. ¡Dos años! Tenía treinta y ocho, y de
prueba en prueba, había tenido paciencia desde hacía más de tres años. Pero de
nuevo obedeció. Es más: «Obedecer es
amar: es el acto de amor mas puro, el más perfecto, el más sublime, el más
desinteresado, el más adorador».
En noviembre
de 1896, Carlos llegó a Roma y se alojó en la casa generalicia de los
cistercienses reformados, al lado de San Juan de Letrán. Poco después comenzaba
los cursos de la Universidad Gregoriana.
«El trabajo manual -escribió- ahora lo hemos
dejado necesariamente... No tenemos todavía edad para trabajar como San José;
estamos aprendiendo a leer como el Niño Jesús...».
Mientras
tanto, se acercaba la temida fecha del 2 de febrero de 1897. En aquel día, por
cumplirse los cinco años de los primeros votos, las constituciones indicaban
que Carlos debía, o pronunciar los votos perpetuos, o abandonar la Orden.
Precisamente, mientras se encontraba cumpliendo la última prueba que le había
sido impuesta, lo cual complicaba la situación: si se iba de la trapa, faltaría
al compromiso de ser obediente a su superior hasta el final, y pronunciando los
votos anularía, en principio, todo resultado diverso de la prueba misma.
Fue el propio
Don Sebastián quien resolvió in extremis la cuestión: reunió, con carácter de
urgencia, el consejo, y los dos años de prueba y de teología fueron suprimidos.
Fray María Alberico, al fin, era libre de abandonar la trapa. Solamente se le
rogaba que pidiera un último consejo al abate Huvelin, quien había quedado como
único director de su conciencia.
«Creo que mi vocación es descender…
-escribió entonces Carlos al abate-. Se me han abierto las puertas para dejar
de ser religioso de coro y bajar al rango de mandadero y criado». En suma, le
hizo comprender que también en la jerarquía eclesiástica quería ocupar el
último puesto.
El abate, en
la respuesta, le repitió el permiso para vivir con todo el ocultamiento que
quería, a las puertas de un convento, si era lo que deseaba; pero le negó de
nuevo, con palabras claras y terminantes, la autorización para redactar una
regla para otras personas.
Era todavía
septiembre cuando Carlos dejó Roma, no llevando consigo más que lo poco que le
habían dado los trapenses. Poco, pero sí suficiente para embarcarse con
dirección a Jaffa. De ésta, pensaba dirigirse a Nazaret, ya que era
precisamente allí donde quería vivir la «vida de Nazaret».
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