Charles de Foucauld en 1886 |
El invierno de
1886 fue crudo incluso para Jerusalén. Las terrazas de las casas, las cúpulas
de los santuarios, las cúspides de los minaretes, las copas de las palmeras y
los ramos de los olivos se cubrieron de una nieve espesa como algodón. Las
callejas sucias de la ciudad vieja se llenaron rápidamente de un barro
resbaladizo, de color grisáceo oscuro.
Nevaba
también, la víspera de Navidad, cuando un joven europeo -el bigote aguzado
según el dictamen de la última moda y con un paletot de inconfundible corte
parisino- fue visto aventurarse en aquel fango helado que cubría la Via Crucis
hasta el Calvario; se dirigió después al Santo Sepulcro y paseó más tarde por
el Jardín de la Resurrección. Por la noche llegó a Belén, asistió a la misa de
medianoche y comulgó. En los días que siguieron a la Navidad, visitó Betania,
Caná, subió al monte Tabor, pasó por Emaús y fue a Nazaret. En esta última
ciudad se detuvo más largamente que en los Otros lugares y recorrió las calles
llenas de barro, donde jugaban niños harapientos.
Se marchó.
Pero en seguida volvió sobre sus pasos, como si una voz, a la que no se pudiera
no hacer caso, le repitiera: «Aquí, aquí, en Nazaret, es donde Jesús vivió
treinta años. Los vivió en silencio, ignorado por todos, desconocido, orando
junto a su madre y trabajando de carpintero en el taller de José. Treinta años,
¿comprendes? Todo lo larga que ha sido tu vida hasta ahora; tal vez tanto como
te queda todavía por vivir...».
Se hizo la
luz. Jesús no le llamaba a imitarle en la vida pública; no le mandaba por ello
ingresar en una orden religiosa que después le enviara a la predicación o a la
vida intelectual. Nazaret hablaba claro a su corazón: «Estar escondido en Cristo, con San Pablo, quiere decir elegi abjectus
esse (he elegido ser despreciado), porque nuestro Señor lo fue».
Era la luz. La
luz que Carlos buscaba desde hacía cuatro años, a partir del verano de 1885, el
cual pasó -como vamos a ver a continuación- en Tuquet, entre los plácidos
viñedos de Gironda.
Poco después
de terminada la expedición al Marruecos prohibido, Carlos de Foucauld había
regresado a Francia. El eco de su empresa y la fama proporcionada por los
primeros elogios oficiales habían borrado, del ánimo de sus parientes, el
resentimiento por las pasadas irregularidades. Estos le acogieron con un calor
que era a la vez afecto y orgullo. Pero Carlos permaneció poco tiempo entre
ellos.
En octubre nos
lo encontramos de nuevo en Argel, donde -apoyándose en los apuntes
confeccionados durante el viaje- escribió una obra de elevado valor cien tífico
y gran interés literario, que el editor Challamel publicó con el titulo
Reconnaissance au Maroc. Fue un trabajo absorbente, que exigía de él mucha
concentración, pero que no le impidió correr el riesgo de contraer un
matrimonio, cuyos preparativos ya habían comenzado. Afortunadamente se salvó,
en el último momento, gracias a la intervención a distancia de sus parientes,
en particular de su prima María de Bondy, una persona de la cual sería
necesario decir alguna palabra.
LA PRIMA MARIA
María, de Bondy. |
Tía Inés, la
belleza sofisticada de otros tiempos, había contraído matrimonio con el
bonachón señor de Moitissier. Fue ella quien, preocupada por la conducta de
Carlos y sus prodigalidades extravagantes, había hecho imponer a éste un
consejo judicial. Había tenido dos hijas. La mayor, Catalina, estaba casada con
un diplomático, el conde de Flavigni. La segunda, María, era esposa del
vizconde de Bondy. María había sentido siempre un afecto particular por su
extravagante primo, desde el momento en que, siendo un niño, quedó huérfano de
padre y madre.
También
durante el transcurso de todos aquellos años que siguieron, cuando a casa de
los Moitissier llegaban las noticias, cada vez más alarmantes, sobre el
comportamiento del muchacho, Maria, sola en medio del coro consternado e
indignado de la familia, nunca había pronunciado una palabra de condena. Por el
contrario, siguió manteniendo con Carlos una relación epistolar cariñosa y
serena que, en algunas ocasiones, le libró de cometer locuras todavía más
grandes que aquellas en que caía.
Fue también su
discreta y dulce intervención la que disuadió a su primo de caer en un nuevo
error. «Tenía necesidad de ser salvado de
este matrimonio, y vos lo habéis hecho», escribió después Carlos a su
prima. Y ésta no será, como veremos más adelante, más que una de las
intervenciones trascendentales de María de Bondy en la vida de Carlos de
Foucauld.
Mientras
tanto, en Argel, Carlos se había puesto preocupantemente enfermo, con una
inflamación. El médico, que le había tratado hasta su curación, le prescribió
taxativamente una larga convalecencia en Francia, a ser posible en el campo.
Era ya el
verano de 1885. Carlos, todavía con fiebre, aprovechó para reunirse con su
hermana, que estaba veraneando con los Moitissier en una granja que estos
tenían en Tuquet, en Gironda. «Nada de trabajar, nada de escribir, ninguna
clase de fatiga: reposo, reposo y reposo», le había recomendado el médico de
Argel. A Carlos no le quedó más remedio que pasar las horas en una cómoda
habitación, pensando y observando. Pero pensara lo que pensara, viera lo que
viera, era África quien prevalecía en sus recuerdos.
Los viñedos de
Gironda eran bellos. Para recorrerlos, no se necesitaba contratar protección,
ni pagar una escolta armada, ni afrontar emboscadas como en Marruecos... Pero,
cuando la brisa movía los pámpanos de la vid, era el rumor de las palmeras de
Tisint el que resonaba en los oídos de Carlos. Si, desde la ventana de su
habitación veía la blanca barba de un labrador anciano, era la patriarcal
figura de Sidi Ben Daoud la que se alzaba ante sus ojos. Cuando, desde los
lejanos telares se alzaba, al atardecer, alguna coplilla, le venia a la mente
el eco de la plegaria musulmana que desde la cordillera del Atlas llegaba hasta
allí, hasta la Gironda; aquella plegaria solemne, que hacían postrados, y cinco
veces al día repetía: «Allah Akbar» («Dios es el más grande»).
Sin embargo,
en Tuquet había aprendido que no eran los seguidores de Mahoma los únicos que
sabían orar, creer y adorar. Se daba cuenta de que, mientras los beduinos se
inclinaban allá en el lejano desierto, en la iglesia del pueblo, a pocos pasos
de la granja, su prima Maria rezaba por lo menos con la misma entrega.
Durante muchos
años había pensado -desde que la adolescencia echó su fe a las ortigas- que
precisamente la diferencia entre unas y otras religiones era la negación de
todas. Ahora conocía a los creyentes de dos de ellas, comprendía que aquella
convicción no se tenía en pie y que se imponía esta otra como evidente y
cierta: de las ardientes arenas del Sahara, como de la fresca penumbra de la
iglesita de Tuquet, era único el acto de fe que se alzaba a Dios, única la
alabanza al Altísimo...
El no creía en
aquel Dios. Pero, sin saberlo, tenía una gran necesidad de creer. Las
interminables horas de aquel reposo forzado estuvieron, a partir de un
determinado momento, llenas de meditaciones sobre el mundo de la fe y la
virtud. El no tenía fe; pero podía aspirar, al menos, a la virtud. Una virtud
-sin duda alguna- pagana.
Se lanzó a
buscarla en los viejos autores griegos y latinos; pero sólo halló aburrimiento
y disgusto. Entonces, casi instintivamente, pasó a ojear algunos textos
cristianos. Fueron las Elevations sur les Mystéres, de Bossuet, las que le
hicieron al fin encontrar un cierto sentido místico a la vida. Pero siguió
vacilando ante la fe en Dios, y, todavía más, ante la fe en el Hijo de Dios, y
rebelándose al solo pensamiento de aceptar el «yugo de la Iglesia».
Mientras tanto
su salud mejoraba. Cuando, en septiembre, los Moitissier y su hermana
regresaron a París, él volvió a Argelia. Tenía planeado Otro viaje -a través de
las regiones desde hacía poco sometidas a Francia- y lo realizó. De Mzab a El
Golea, después subiendo hasta Túnez, donde embarcó, para llegar a su patria en
enero de 1886.
Se estableció
en Paris, en el número 50 de la calle Miromesnil. En el apartamento volcó su
nostalgia de África: colgó de las paredes, entre los viejos retratos
familiares, una colección completa de sus «paisajes» marroquíes. Adquirió una
biblioteca de obras selectas y editadas lujosamente, contrató un mayordomo;
pero no compró cama. Prefirió dormir sobre una estera, envuelto en su albornoz,
como Buo Rhim y los otros amigos de allá. ¿Bohemia de lujo con fantasías
exóticas? ¿Ascetismo snob? Puede ser. Sin embargo, la diferencia entre los
equívocos pisitos anteriores y este apartamento, aunque extravagante, indicaba
que algo había cambiado en el interior de Carlos de Foucauld.
A poca
distancia de la calle Miromesnil, en la de Anjou, vivían los Moitissier. La tía
Inés tenía un salón que ejercía cierta influencia en el mundo político francés
de la época. Carlos fue acogido con todo el interés que merecía el explorador
de una parte de mundo desconocida. Bien pronto se vio asediado por un coro de
ilustres aduladores, que pretendían atraerle a su campo con toda clase de
tentadoras ofertas. Hastiado, no les dio oportunidad; y si continuó
frecuentando el salón fue sólo para encontrarse, lo más a menudo posible, con
su prima María, a la cual definía a menudo como «ángel en la tierra», o «alma
bella».
Estas dos
expresiones hoy nos pueden parecer mediocres y hasta un poco cursis, dada la
profusión poética y romántica de las «almas bellas» y de los «ángeles en la
tierra». Pero en boca de Carlos de Foucauld tenían un significado genuino. Un
hombre como él -que durante años había conocido la «dolce vita», calibrando la
relación con las mujeres solamente con la medida del capricho o la pasión- no
podía encontrar otras expresiones para definir a una mujer como María de Bondy,
la cual, por primera vez en su vida, cual imagen viviente de la virtud, le
inspiraba un sentimiento de absoluta pureza, jamás conocido antes.
LA IMPORTANCIA DE UN VERDADERO PASTOR DE
ALMAS
Abate Henri Hubelin |
A la calle de
Anjou iba, de vez en cuando, el abate Huvelin para visitar a la tía Inés y a
María. Era un convertido que se había hecho sacerdote y que entonces
desempeñaba el cargo de vicario en la parroquia de San Agustín. Fatigas y
enfermedades habían señalado su rostro, haciéndole parecer más viejo de lo que
en realidad era. Para escuchar sus sermones acudía mucha gente del gran mundo;
sin embargo no tenía nada de abate mundano, y no ofrecía un Evangelio aguado,
sino todo lo contrario.
Carlos sintió
muy pronto una gran admiración por aquél abate; pero ni siquiera se le ocurrió
pensar que pudiera ayudarle lo más mínimo. Si María no había logrado que
recobrase la fe, mucho menos estaba ello al alcance del abate Huvelin. Este era
un simple sacerdote, no un taumaturgo. Y además, la fe, no te la pueden imponer
los otros, ni tú la puedes comprar en los mercados, ni siquiera para hacer
feliz a una María de Bondy...
Un día Carlos
entró en San Agustín. Recorrió lentamente las naves, sumidas en una discreta
penumbra, murmurando entre dientes: «Dios
mío, si existís, hacédmelo saber».
¿Le buscaría
-podríamos preguntar con Pascal- si no le hubiese encontrado ya?
Pero no es
siempre fácil para un hombre conocer aquello que le inspira. Además, sin negar
el poder de la gracia, quien ha perdido la fe es raro que la recobre como
iluminado por un rayo de lo alto. La mayoría de las veces, debe recorrer un
camino largo y penoso, con avances y retrocesos, antes de llegar a la meta del
«si» que subraya el final del drama interior.
En septiembre
de 1886, Carlos volvió a embarcarse. Quería realizar una rápida expedición por
territorio tunecino, antes de poder decir que había recorrido toda África del
norte, desde Tánger hasta Tunez.
Un mes más
tarde, en octubre, se lo pudo decir a María, nada más volver a París. Pero la
conversación se desvió inevitablemente a Otro tema y terminó con estas palabras
amargas de Carlos: «Vosotros sois felices
con creer; yo, por el contrario, busco la luz y no la encuentro».
Sin embargo,
una mañana de los últimos días de octubre, a primera hora, después de una noche
de insomnio, Carlos de Foucauld salió de casa y se dirigió a San Agustín. No sabía
claramente que era lo que deseaba; sólo sentía una angustiosa necesidad de
ayuda.
En la
sacristía preguntó por el abate Huvelin. Le contestaron que estaba en el
confesionario, aquél de allí, y se lo indicaron. Carlos se aproximó y, hablando
a media voz, a través de las portezuelas cerradas: «Abate Huvelin -dijo, y fueron las únicas palabras que le acudieron a
los labios-, deseo que me instruyáis en la fe».
«Arrodillaos
-respondió desde la oscuridad la voz contenida del sacerdote-, confesaos a Dios
y creeréis.».
«Pero yo no he venido a eso...».
«Confesaos»
-repitió el abate-. Un último momento de vacilación y Carlos pasó al lateral
del confesionario y se arrodilló con la vista dirigida hacia la rejilla.
Desde aquel
día, casi todas las mañanas iba a comulgar y se confesaba cada semana. Su alma
sentía una serenidad como jamás la había conocido.
Pero Carlos no
había llegado al final de su conversión. Porque si conversión significa la
transformación total del ser, él comprendía que ésta no estaría concluida
mientras su vida no fuera arrasada, para construirla de nuevo de un modo
completamente distinto. «Cuando creí que había Dios, supe que no podía hacer otra cosa que vivir
sólo para El, mi vocación religiosa
nació en el mismo instante que mi fe», escribirá más tarde.
Empero, su fe
recién nacida tenía que soportar muchas dificultades para sobrevivir. A veces,
los prodigios narrados por los Evangelios le sabían a fábula; en otros momentos
deseaba mezclar las plegarias cristianas con trozos del Corán... Fue necesaria
la ayuda constante del confesor para que aquella delicada fe llegase a madurar;
pero, sobre todo, fue decisiva la ayuda de la gracia de Dios.
En medio de
tantas contradicciones, la primera idea -que fulguró en el mismo momento que la
mano del abate Huvelin trazaba la cruz de la absolución- se abría paso y se
robustecía. «Deseo ser religioso, vivir
sólo para Dios, hacer lo más perfecto, cueste lo que cueste...»
El abate
Huvelin le hizo esperar tres años. Además de otras razones, había una especial:
aunque Carlos deseaba «desaparecer ante
Dios en un puro anonadamiento» -como le sugerían las páginas de Bossuet-,
sus ideas seguían sin ser claras del todo y no sabía qué Orden religiosa
escoger.
La primera
indicación le llegó de un trozo del Evangelio, que le produjo un impacto muy
particular: «Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este es el primero y el
más grande de los mandamientos. El segundo es semejante a éste: amarás al
prójimo como a ti mismo». Por lo tanto, comenzaba y se circunscribía en el
amor.
La segunda
orientación.. la tuvo por medio de un sermón del abate Huvelin en San Agustín.
Recordaba muy bien sus palabras: «Nuestro
Señor ha elegido el último puesto, hasta tal punto que nadie ha logrado quitárselo».
«De acuerdo -pensó Carlos-, no es posible quitárselo; pero lograr el último
puesto entre los hombres sí que es posible. Este, sin duda, es el único modo de
estar próximo a nuestro Señor...»
Transcurrieron
varios meses. Durante los mismos, Carlos -convencido de tener al fin en la mano
la llave de su vida- meditó profundamente en la gran paradoja del cristianismo:
Dios es el Altísimo; pero el Hijo de Dios se ha hecho el último de los hombres.
¿Por qué? Lentamente sus ideas se fueron aclarando: el Altísimo ha amado a la
humanidad con tal amor, que ocultó toda señal de su gloria para hacerse hombre
-y entre los hombres el más miserable-, llegar incluso hasta la muerte en el
patíbulo y a la ignominia para conquistar el amor de las criaturas humanas.
El fraile había encontrado el ultimo lugar |
Durante
aquellos meses nadie se dio cuenta del drama que se desarrollaba en el alma de
Carlos de Foucauld. Para todos seguía siendo el elegante parisino, un poco
«snob», que frecuentaba el salón de madame Moitissier, tenía un mayordomo con
lujosa librea y un piso un poco extravagante, donde pasaba las horas
corrigiendo las pruebas de su obra sobre Marruecos y completando los mapas y
cartas topográficas. Cuando -a comienzos del año 1888- el editor Challamel
lanzó al mercado Reconnaissance au Maroc, el libro tuvo el más lisonjero éxito
y la crítica profetizó a su autor un brillante porvenir. Al leer esto último,
Carlos no pudo contener una sonrisa irónica. En el verano
de aquel mismo año, fue a pasar unos días en el castillo de los Bondy, en
Indre.
Fue entonces cuando María le aconsejó que visitará la trapa de
Fontgombault, que estaba próxima. Carlos así lo hizo. Contempló el silencioso
ir y venir de aquellos monjes de hábitos de lana blanca, oyó el golpear del
martillo en el taller, el trino de los pájaros en los árboles, el murmullo del
agua en las fuentes, el mugido lejano de una vaca, el sonido sordo que producía
el azadón al hundirse en la tierra del huerto, el rumor del rastrillo; pero no
oyó una sola voz humana en aquél pequeño mundo, limpio y misterioso. El
silencio absoluto del hombre le pareció que transfiguraba el mismísimo campo de
Francia, dándole la muda majestad del desierto. Pero lo que más le impresionó
fue el mísero hábito de trabajo, sucio y remendado, de un fraile que regresaba
de los campos.
Esta fue la
tercera indicación: «Es aquí dentro
-pensó- donde ese fraile ha encontrado el último puesto. Su hábito es el más
bello del mundo...»
¿Era la trapa
el único lugar de la tierra donde podía satisfacer su vocación? El abate
Huvelin, al cual sometió su pregunta en cuanto estuvo de regreso en París, no
se pronunció todavía:
«Es mejor -le dijo- que antes de tomar
cualquier decisión, hagáis una peregrinación a Tierra Santa. Allí pedid a Dios
que os ayude a decidir».
En Tierra
Santa, entre la nieve, sucedieron los acontecimientos que hemos narrado al
comienzo de este capítulo. Desde aquella Navidad, Carlos no soñó sino con vivir
la vida de silencio, oración y trabajo que durante treinta años llevó Cristo en
Nazaret… Había recibido la cuarta indicación y era la definitiva.
El 16 de enero
de 1880 fue un día de viento impetuoso. Carlos avanzó por el sendero que se
adentraba en un bosque de hayas y abetos, en forma de escarpada pendiente,
entre los montes del Vivarais. Aquel camino llevaba a la trapa de Nuestra
Señora de las Nieves.
EL MÁS POBRE DE LOS POBRES MONASTERIOS
TRAPENSES
Respecto de la
misma, sabía dos cosas esenciales: la primera, que aquél era el más pobre entre
los pobres monasterios trapenses, y él quería ser el más miserable de aquellos
frailes míseros; segunda, que aquella trapa había fundado un nuevo monasterio
en Siria, cerca de Alejandreta, y esperaba formar parte del grupo que iba a ser
enviado allí para reforzar la nueva comunidad, la cual sin duda seria todavía
más pobre que la casa madre.
Escudo de la Abadía de Notre dame des Nieges |
El abate
Huvelin le había escuchado, -ya no cabían dudas, la elección de Foucauld era
meditada- y le dio su aprobación. Aquél fue el momento de la decisión final.
Desde que
solicitó la admisión en la trapa, hasta que le fue concedida, pasaron varios
meses. En el transcurso de los mismos, el tribunal de Nancy le quitó el consejo
judicial y le devolvió la plena libertad para disponer de su fortuna. Curiosa
historia la de la fortuna de Carlos: había podido utilizarla a manos llenas
cuando era mejor que no la tuviese; le fue administrada precisamente cuando la
había podido emplear en algo serio; se le devolvía ahora la completa
disposición sobre la misma, cuando para él carecía totalmente de interés.
Carlos la donó íntegra a su hermana.
Hizo una visita
de despedida a sus parientes. Fue de Nancy a Dijón y por último a París. La
víspera de la partida, él y Maria asistieron juntos a la misa que celebró el
abate Huvelin y ambos comulgaron. Al llegar el momento, dio un postrer abrazo a
los parientes de la calle de Anjou y se encaminó solo hacia la estación.
El bosque
estaba ahora a su espalda; pero el viento soplaba igualmente en la desnuda
pendiente de la montaña. Al alzar los ojos, Carlos vio los muros de granito
blanco del monasterio solitario. Entonces sintió que, en verdad, todo había
terminado: las locuras de Saumur, las pasiones de Evian, las aventuras de Fez,
las amistades de Boujad y de Tisint, los afectos de París, las noches
marroquíes bajo un cielo de diamantes, las noches parisinas iluminadas con las
luces de los grandes bulevares, los veranos entre los viñedos de Gironda y en
el castillo de Indre. Pero, al mismo tiempo, sintió que todo comenzaba en aquel
reino de silencio. Hizo sonar la campana que había en la puerta.
«Deseo hablar con el Padre Abad» -dijo-.
El hermano portero le guió, sin abrir la boca, ante el P. Martín.
«¿Qué sabéis
hacer?» -le preguntó éste sin entrar en preámbulos.
«Pocas cosas».
«Entonces
tomad ésta». Y le dio una escoba.
«Es mejor ser el último allí donde Dios
quiere» -murmuró Carlos.
El día 27 de
aquél mismo mes entró en la comunidad como postulante. Diez días más tarde
tomaba el hábito de los novicios de coro: una amplia túnica de lana blanca, el
escapulario y la cogulla. El vizconde de Carlos de Foucauld elegía para nombre
religioso el de hermano María Alberico. «María
-explicó-, por la Virgen de Nazaret, por mi prima que había sido la inspirada y
como una hermana, a la que amaba tiernamente. Alberico en recuerdo de uno de
los santos fundadores de la orden cisterciense».
En la trapa de
Nuestra Señora de las Nieves cada día era idéntico que el anterior e igual que
el siguiente. Para el hermano María Alberico todos ellos significaban oración,
estudio y escoba, y una gran nostalgia de las personas amadas: María, Catalina,
su hermana, la tía...
«Nos levantamos a las dos -escribió a su
hermana- y vamos a la iglesia, donde recitamos durante dos horas en voz alta
los salmos en el coro. Después, durante hora y media, se está libre: se lee, se
reza, los sacerdotes celebran su misa. Hacia las cinco y media volvemos al coro
para seguir recitando salmos -es el oficio de «prima»- y se oye la misa de la
comunidad. Después se va al capítulo, donde se hacen algunas oraciones, el
superior comenta una parte de la regla y, si alguno ha cometido una culpa, se
acusa en público y recibe la penitencia correspondiente, que no es jamás
severa. Después, más tiempo libre -tres cuartos de hora- para leer y orar cada
uno por su cuenta; luego se recita en el coro la «tercia». Hacia las siete se
comienza el trabajo: al salir de «tercia» el superior señala el trabajo a cada
uno. Se hace éste hasta las once, hora en que se dice la «sexta». A las once y
media vamos al refectorio. Después de la comida -una comida monacal- nos
dirigimos a la habitación para dormir hasta la una y media de la tarde. Tres
cuartos de hora de intervalo para las plegarias particulares de cada uno o la
lectura. A las dos y media, vísperas. Después de éstas, trabajo hasta las seis menos
cuarto. A las seis, oración. A las seis y cuarto, cena. Un poco de tiempo libre
y, a las siete y cuarto, lectura para toda la comunidad, en capitulo. Después
«completas», canto de la salve y a la cama. Vamos a dormir a las ocho...»
Estamos en la Trapa por amor solo por amor |
Los trapenses
no tienen celdas separadas, duermen todos juntos en una desnuda habitación.
Adiós cámara familiar de otro tiempo, adiós cuarto número 82 de la escuela de
Saumur con su cómoda tumbona, adiós garçoniere de Pont-á-Mousson, adiós
apartamento de París, adiós tiendas marroquíes...
Pero ¿por qué
había elegido la trapa? «Por amor, por
amor», escribía.
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