Hermanito Carlos de Jesús en Beni Akbes |
EL VIAJE DEL SEÑOR DE FOUCAULD
Placa de la Sociedad de Geografía de Paris |
El 25 de abril
de 1885, los periódicos de París publicaron, en lugar muy destacado, el resumen
de la sesión extraordinaria de la Sociedad de Geografía, que se había celebrado
bajo la presidencia de Fernando de Lesseps, constructor del canal de Suez, el día
anterior, con el fin de escuchar el relato de la expedición a Marruecos
realizada por el vizconde Carlos de Foucauld, de veinticinco años de edad, a
quien le había sido otorgada la medalla de oro.
«Antes del
viaje del señor de Foucauld -es lo que pudo leer el público de Francia y de
fuera de Francia- los cartógrafos disponían apenas de 12.208 kilómetros de
Marruecos, con pocas e imprecisas referencias sobre la latitud y aun menos
sobre la longitud. La geografía astronómica se había estudiado, dentro del imperio,
sólo en una veintena de puntos...
En nueve
meses, del 28 de junio de 1883 al 23 de marzo de 1884, un sólo hombre, el
vizconde Carlos de Foucauld, dobló por lo menos la longitud de los itinerarios
marroquíes, con mapas cuidadosamente trazados, corrigió el conocimiento de 689
kilómetros descritos por anteriores viajeros y añadió 2.250 nuevos. En lo que
respecta a la geografía astronómica determinó 45 longitudes y 40 latitudes.
Donde sólo se conocían algunas docenas de alturas, él colocó tres mil.
Gracias al vizconde de Foucauld se abrió
una era nueva en el conocimiento geográfico de Marruecos...»
Este fue un
capítulo en la vida de Carlos de Foucauld con el cual se podría escribir una
novela. La sociedad de Geografía destacó únicamente su excepcional importancia
científica. Fue un capítulo de ruptura, comprometido y audaz, que él quiso
afrontar como reto, para acabar con las irregularidades de una existencia
inútil. Nosotros, aquí, trataremos de relatar algunos momentos.
Primeramente,
el joven vizconde y su guía habían intentado penetrar en Marruecos por tierra,
a través de las salvajes montañas del Rif, pasadas las fronteras argelinas,
pero no lo consiguieron.
UNA CURIOSA PAREJA.
Uno, Carlos de
Foucauld, alias Joseph Aleman -supuesto rabino moscovita, huido de Rusia a
consecuencia de los últimos progroms- disfrazado con aquellos vestidos medio
sirios y medio argelinos, recordaba grotescamente a uno de esos monos que, con
traje de colorines, hacen piruetas y muecas sobre el hombro de su amo.
El otro,
Mardoqueo Abi Serour, rabino auténtico de vida ajetreada, no era ya más que una
ligera sombra del aventurero de otro tiempo: la barba, entonces negra y
abundante, estaba ahora raía y surcada de abundantes hilos blancos; el caftán
que, sujeto a la cintura, le caía hasta los pies y el casquete rojo que, con el
turbante negro, le cubría la cabeza, mostraban a duras penas, entre los
remiendos y las manchas, la buena calidad de las telas antiguamente. Viejo,
cobarde y desgraciado, Mardoqueo se había quedado .casi ciego y sordo, si bien
contaba con las mejores referencias de todo el Sahara. Tenía siempre entre las
manos una vieja petaca, de la cual extraía contenido sin parar, y cuando podía
entablar conversación con alguien, hablaba siempre y solamente de alquimia: era
un buscador fanático de la piedra filosofal.
Con tal guía,
Carlos de Foucauld había comenzado una de las expediciones más arduas y
peligrosas de la época, tras diez días de haber buscado inútilmente, en las
casuchas y las sinagogas de Orán, Tlemcen, LallaMarnia y Nemurs, un hebreo
dispuesto a conducirlo al otro lado de la frontera, a introducirlo en el
imperio secreto del sultán Muley Hassan.
Esbelto,
majestuoso, con su vestidura alba, el rostro velado, sobre un caballo blanco
cubierto con gualdrapa de terciopelo verde con franja de oro, rodeado de una
nube de esclavos, atentos a espantar las moscas y a darle sombra con un
gigantesco quitasol rojo, el sultán Muley Hassan, con su enorme cortejo de
nobles, portaestandartes, guardias de vistosos uniformes encarnados y músicos
incansables, estaba casi siempre de viaje a través de un vasto imperio, un
imperio sin caminos y sin puentes, roído por el hambre y minado por la
violencia. Iba de una ciudad a otra, de Fez a Rabat, de Meknés a Marrakech, o
de una a otra de sus lejanas provincias, para cobrar los impuestos por la
fuerza, o someter a las tribus rebeldes. Cuando, por la noche, se detenía,
alrededor de su tienda, deslumbrante de adornos dorados, florecía como por
encanto una ciudad de tiendas dispuestas en círculos concéntricos y dividida en
sectores, para alojar a los dignatarios y el harén, la guardia y los
mercaderes, los soldados regulares y los reclutados en las distintas tribus
sometidas.
Estas eran las
noticias «de color» que entonces se tenían del imperio prohibido más allá de
sus fronteras, traídas por los pocos que habían osado poner los pies en
Marruecos y logrado salir con vida de aquel país ferozmente xenófobo, que se
defendía de la penetración de cualquier «cristiano» con leyes tan rigurosas que
llegaban a contemplar la pena de muerte, la misma que para los que alimentaban
aquel estado de constante insurrección que se recrudecía, contra todo y contra
todos, a lo largo del inmenso territorio marroquí.
Una sola
ciudad estaba abierta a los europeos: Tánger, que, para permitir el comercio de
Marruecos con el resto del mundo, consentía a los comerciantes de toda Europa
establecerse en ella con relativa seguridad. Fue a Tánger donde Carlos de
Foucauld y su guía llegaron por mar, tras fracasar en los demás intentos de
penetrar en Marruecos por tierra.
Era el 20 de
junio de 1883. Una vez desembarcado en el inmenso puerto, que exhibía un sol
espléndido, situado entre olivos y casas de blanquísimas fachadas, lanzando al
cielo azul altísimas palmeras y agudos minaretes con un brillante policromado
de mosaicos, Carlos de Foucauld se mezcló entre la multitud cosmopolita y,
abriéndose paso con dificultad entre europeos, hebreos, árabes, bereberes y
esclavos negros, se adentró en un laberinto de callejas estrechas y tortuosas,
entre los gritos de vendedores públicos, el caracolear de jinetes con amplias
chilabas, la música mágica de los encantadores de serpientes, el tintinear de
las campanillas de los vendedores de agua, el trotar de los asnos cargados
hasta los topes, los lamentos desesperados de los mendigos, las rimas de los
cantantes y músicos y las ofertas susurrantes de las vendedoras con velo negro,
acurrucadas en el suelo junto a sus pobres mercancías, con un surtido
amplísimo, desde dátiles a pollos, desde hierbas a cacharros de barro.
Rabino Mardoqueo Abi Serour |
La primera
jornada en territorio marroquí se desenvolvió felizmente. Alquilaron unas mulas
y las cargaron con el equipaje indispensable: un par de sacos, que contenían
cada uno una manta, un vestido, algunas .provisiones y utensilios de cocina, un
botiquín con los medicamentos más necesarios y una caja metálica con el
material secreto para la exploración: el sextante, el teodolito, el cronómetro,
brújulas, termómetros, barómetros y mapas. Tres mil francos, en oro y corales
-el capital de la expedición-, estaban escondidos en las vestiduras de Carlos,
dentro de un pliegue que ni siquiera Mardoqueo conocía. Luego, los dos montaron
en sendas mulas y se pusieron en camino hacia lo desconocido, hacia Tetuán.
Durante el
camino, Carlos había tenido una conversación con su guía: «Escucha, Mardoqueo -le había dicho-: Estos días pasados, cuando
intentabas convencer a alguno de tus correligionarios para que nos introdujera
en Marruecos a través de las montañas del Rif, yo te dejaba hablar escuchándote
en silencio; pero estaba bastante preocupado. Inventas cuentos sin fin sobre mi
vida en Rusia. ¡Demasiadas historias sobre mí y, lo que es más, bastante
inverosímiles! A la larga, esa manía tuya de fantasear puede llegar a ser
imprudente. Y si nos descubren, ya sabes lo que nos espera... Por lo tanto,
vamos a simplificar las cosas: desde este momento yo no soy el rabino Joseph
Aleman, huido de Moscú, etc., etc. En adelante, simplemente, diremos que soy el
rabino Couvaud, de Jerusalén, y basta. ¿De acuerdo?».
Llegaron a
Tetuán, sin que nadie les molestase lo más mínimo. ¿Tal vez la realidad de
Marruecos era menos hostil de lo que se decía?
Satisfechos
por este primer éxito, y amablemente hospedados por una familia del «ghetto»,
se pusieron inmediatamente a preparar la siguiente aventura, bastante más
ambiciosa: nada menos que una excursión a Chechaouen, la ciudad santa árabe,
donde jamás un europeo había puesto los pies.
Partieron
llenos de entusiasmo. Pero no pasarían muchas horas sin que la familia que los
había hospedado los viera volver, con los vestidos desgarrados y los rostros
lívidos. A las afueras de la ciudad, unos árabes, al descubrir los instrumentos
científicos que el «rabino Couvaud» estaba manejando, olfatearon al explorador,
y por lo mismo, al espía, y rápidamente se lanzaron contra él, para asesinarlo.
«Si estamos todavía vivos, es de milagro», balbuceaba Mardoqueo, que había
perdido hasta la última gota de su antiguo coraje.
PASAR COMO UN VIAJERO EN LA NOCHE
Carlos de
Foucauld comprendió que aquel era el primer aviso del verdadero Marruecos.
Convenía, por tanto, anteponer, al estudio de la geografía y los demás estudios
científicos, el conocimiento de la situación local y la profundización en
ciertos aspectos particulares, referentes a los usos y costumbres de aquella
gente. Informándose a fondo de la situación, descubrió que era la siguiente: en
el País abundaban los salteadores dedicados a arrancar, sin misericordia, a los
campesinos de aquellos contornos, y a rastrear hasta el último céntimo, de lo
poco que se escapaba a las recaudaciones fiscales que llevaban a cabo el Sultán
Mouley Hassan y su ávida y suntuosa corte. En lo que concernía a la posibilidad
práctica de viajar por aquellas tierras, aprendió que no existía más que una
manera, articulada en tres momentos: primero, pedir a un miembro importante de
la tribu que le había hospedado que le concediese su anaia, esto es, su
protección; segundo, concertar con él la zetata, o sea, la suma que pedía por
protegerlo; tercero, afrontar el riesgo del viaje hasta el lugar indicado, en
compañía del protector y de algunos de sus hombres armados hasta los dientes.
Estos le pondrían en manos amigas y podría seguir el viaje hacia otros lugares
merced a nuevas peticiones de anaia, nuevas zetata y nuevos desplazamientos con
escolta armada, siempre con la esperanza de no encontrar alguna banda de
ladrones más fuerte que la escolta. Y así, hasta el fin de su viaje por Marruecos.
Aprendida la
lección, Carlos la puso inmediatamente en práctica para ir a Fez. A lo largo
del camino, bajo la amenaza constante de los bandidos y la mirada desconfiada
de sus acompañantes, logró rehacer de nuevo los primeros planos, a escondidas,
trazando los primeros relieves con ayuda de la brújula y el barómetro,
inaugurando aquel sistema clandestino de anotaciones científicas, que le sirvió
después a lo largo de toda la expedición.
«Durante la marcha -contó más tarde- tenía
siempre una libretita de cinco centímetros cuadrados escondida en la palma de
la mano izquierda y un pedazo de lápiz como de dos centímetros en la derecha.
Allí anotaba lo que me parecía importante en el camino, y lo que veía a
izquierda y derecha. Anotaba los cambios de dirección, según las indicaciones
de la brújula, los accidentes del terreno gracias a la altitud barométrica, la
hora y el minuto de cada observación, las detenciones, la velocidad de la
marcha, etc. Lo hice así todo el tiempo que duró el viaje y nadie se dio
cuenta, ni siquiera en las ocasiones en que llegamos a ser una caravana
numerosa; tenía, de hecho, la astucia de colocarme en cabeza o al final de la
fila, de modo que, con ayuda de mis amplios vestidos, no se viese el ligero
movimiento de mis manos al escribir...».
Cuando, a la
caída del sol, llegaba a alguna aldea y conseguía un cuarto para él solo,
Carlos pasaba aquellos apuntes a su cuaderno de viaje, describía el perfil de
los paisajes observados durante la jornada y realizaba los croquis topográficos.
Las
observaciones astronómicas resultaron para Carlos más complicadas que la
descripción del paisaje y los caminos. El sextante no lo podía esconder como la
brújula y, además, aquella labor exigía permanecer bastante tiempo contemplando
el cielo. ¿Cómo hacer entonces?
«La altura del sol y de las estrellas
-comentaba después- la tomé casi siempre en los pueblos. De día, buscaba el
instante en que no hubiera nadie en la terraza de la casa donde me hospedaba;
llevaba entonces los instrumentos envueltos en ropa interior, que decía iba a
tender para que se secara. Mardoqueo se quedaba al pie de la escalera, de
guardia, dispuesto a entretener, con sus interminables narraciones, a
cualquiera que fuera a buscarme. Comenzaba las observaciones cuando tampoco en
las terrazas vecinas había nadie; pero con frecuencia tenía que interrumpirías.
Era una labor pesadísima...». Más de una vez le sorprendieron en plena
faena y, para que no sospecharan que era explorador, se hizo pasar por
hechicero un tanto loco. Un día, por ejemplo, dijo que estaba escrutando el
cielo para descubrir los pecados de los hebreos; otra vez aseguró que, con
aquel aparato, lanzaba conjuros contra el cólera...
Finalmente, el
11 de julio, en el horizonte de una gran llanura verde, nuestros viajeros
distinguieron las torres almenadas y los muros rojos de tierra prensada de una
ciudad que se anunciaba espléndida, con sus altas terrazas blancas, los techos
brillantes de azulejos verdes y los esbeltos minaretes cubiertos de mosaicos.
Era Fez, con todo su fulgor, la más grande ciudad santa de Marruecos, una de
las cuatro magníficas capitales del sultán Muley Hassan.
Pero al
llegar, cuando se dirigieron al Mellan de los hebreos, se ofreció a sus ojos el
espectáculo más horrendo y repugnante que hubiera visto jamás: el «ghetto»
estaba separado del resto de la ciudad por una extensa franja de «tierra de
nadie», llena de montañas de inmundicia y cúmulos de carroña de animales, que
producían un hedor insoportable. Eran los desperdicios de toda Fez, arrojados
allí como indiscutible frontera racial.
Ilustración de Reconocimiento a Marruecos 1883 - 1884 |
Carlos no
pensaba echar raíces en Fez. Dijo que quería alcanzar lo más pronto posible
Tadía, la vasta región salvaje y desconocida, que se extendía en torno a los
montes de Atlas Medio. Precisamente en aquellos días, Ben Simún supo que el
jerife Sidi Omar estaba organizando en Meknés una caravana para ir a Boujad, la
capital de Tadía y, por medio de una colección de amistades, logró que sus
huéspedes fuesen admitidos en la misma.
Cuando salió
para Meknés, a Carlos el cabello le había crecido hasta los hombros, tal como
era costumbre entre los hebreos de Marruecos. Entonces pensó en sustituir las
llamativas vestiduras sirio-argelinas por el traje sencillo de los rabinos
marroquíes endash; casquete negro y babuchas negras-, con objeto de pasar lo
más desapercibido posible entre la gente.
En Meknés, el
27 de agosto, el jerife Sidi Omar dio orden de partida a la larga caravana, en
la cual viajaban, además de nuestro par de rabinos, siete u ocho miserables
musulmanes que se dirigían a Tadía, dos hebreos de Boujad que retornaban a sus
casas y una cincuentena de mercaderes, que deseaban tomar parte en una feria
que se celebraba a una jornada de camino.
Los incidentes
no se hicieron esperar: en el término de dos horas, el camino fue cerrado cinco
veces por bandas de salteadores, que siempre exigían el pago de importantes
peajes.
Al día
siguiente, dejados los mercaderes, junto con sus naranjas, aceitunas, dátiles y
rojos pimientos, y reforzada la escolta armada, la caravana atravesó una región
de gargantas escabrosas, excavadas en las montañas y llenas de bosques,
infectados de tribus amenazadoras. Afortunadamente, éstas no hicieron acto de
presencia. Los hombres de la escolta se encargaron de crear complicaciones. Se
tumbaron en el suelo y dijeron que no se moverían de allí mientras no les
dieran un sustancioso suplemento sobre el sueldo que les habían asignado. El
suplemento fue concedido y el viaje continuó bajo la amenaza constante de las
emboscadas. Y la comezón del miedo hacía presa, cada vez mayor, en el pobre Mardoqueo.
El 5 de
septiembre la caravana alcanzó los limites de Tadía. «Estoy a sólo tres horas de marcha de Boujad -anotó en su libreta
Carlos de Foucauld-; pero me hallo muy lejos de haber llegado. Hay casi tantos
peligros en este pequeño trozo de camino que me queda por hacer como en todo lo
que he recorrido hasta ahora. Aquí no hay anaia ni zetata que valgan. Los
ladrones pueden con todo y ni las caravanas de cincuenta fusiles osan
aventurarse a pasar...».
Solo cabía una
solución: recurrir a Sidi Ben Daoud, el único personaje respetado en Boujad y
en toda la región de Tadía. Carlos recordó entonces que en Tánger había
obtenido de Muley Abd es Selam, descendiente de Mahoma y amigo de Francia, una
carta de recomendación, precisamente para aquel Sidi Ben Daoud, quien tenía por
antecesor a Omar, compañero de Mahoma y segundo califa del Islam. Llamó
inmediatamente a un hombre de la escolta, le mandó quitarse los vestidos, para
que no atrajese la avidez de los ladrones, y le envió con aquella carta en busca
de Ben Daoud.
A la mañana
siguiente, el mensajero retornó vestido de punta en blanco, y con él un joven
de hermosa apariencia, montado en una mula blanca, seguido de un esclavo que le
protegía con una sombrilla. Era Sidi Edris, nieto de Ben Daoud, mandado por
éste para escoltar a los viajeros.
Llegados a
Boujad, Carlos y Mardoqueo fueron conducidos ante Sidi Ben Baoud, un anciano
benévolo de rostro pálido, expresión dulce y larga barba blanca. Le dijeron que
eran dos rabinos de Jerusalén, que habían estado siete años en Argelia, etc.,
etc. Carlos se dio cuenta de que el anciano le miraba atentamente y con
sospecha; también lo advirtió Mardoqueo, que del susto perdió el habla. Pero no
sucedió nada. El anciano ordenó que los dos rabinos fueran hospedados, con
todos los honores, en casa de la mejor familia judía de la ciudad.
En los días
siguientes, los dos huéspedes se vieron tratados con la mayor cortesía.
Regularmente, eran invitados a comer y cenar por el hijo o por el nieto de Ben
Daoud. ¿Qué significaban aquellas atenciones extraordinarias, sin precedentes
para los hebreos?
«No tardé en comprender -dijo después
Carlos- dos cosas. Por una parte las constantes invitaciones y las visitas
amabilísimas de los familiares de Sidi Ben Daoud tenían por objeto ganar mi
confianza y hacerme hablar. Por otro lado, los hebreos ejercían un verdadero
espionaje sobre todos mis movimientos, metían la nariz en mis apuntes y
examinaban mis instrumentos. Algún pequeño detalle había hecho nacer en Sidi
Ben Daoud, en su hijo Sidi Omar y, por lo tanto, en el nieto Sidi Edris, la
sospecha de que yo era cristiano. Para comprobarlo, los marabutos me hacían
vigilar por los hebreos y, mediante sus invitaciones, me examinaban con toda
libertad...».
Un día,
durante la comida, Carlos advirtió que el joven Sidi Edris estaba dispuesto a
descubrir sus cartas. Decidió hacer lo mismo y correr el riesgo que implicaba
sincerarse.
«No se imagina
cuanto me gustaría hacer un viaje a Francia», dijo Sidi Edris, como por
casualidad.
Y Carlos le respondió:
«Nada más fácil. El ministro de Francia
en Tánger le haría llegar hasta Argel y, en ésta, yo me pondría a su completa
disposición. ¿Pero usted traería un cristiano aquí, a Boujad?».
«No tendría
nada que oponer, a condición de que ese cristiano se vistiera de musulmán, o de
judío, de que el Sultán no supiese nada y que el acuerdo se tomará secretamente
entre el ministro de Francia y yo».
En este caso -contestó Carlos-, estoy seguro
de que las autoridades de Francia le dispensarían la mejor acogida, ya que es
importante para ellas poder enviar franceses de visita a esta ciudad, pues
jamás ha sido vista por un cristiano».
«No es exacto
-rebatió, sonriendo alusivamente, Sidi Edris-. Hay cristianos que han estado en
esta ciudad».
«¿Disfrazados de musulmanes?».
«No, de
hebreos. Venían de incógnito; pero nosotros los hemos conocido».
Era evidente
que Sidi Edris, su padre Sidi Omar y su abuelo Sidi Ben Daoud habían
descubierto que él era cristiano. ¿Le esperaba la muerte? No tuvo tan mala
suerte. Enemigos del despotismo absolutista y aislacionista del sultán de
Marruecos, los miembros de la familia santa de Boujad buscaban el modo más
discreto de iniciar relaciones con el mundo occidental. Al final, entregaron a
Carlos de Foucauld, falso rabino desenmascarado, un mensaje para el ministro de
Francia en Tánger.
Las sucesivas
etapas de la peligrosa expedición por el Marruecos prohibido llevaron al
vizconde francés y a su guía hebreo a través del Gran Atlas, en el cual las
poblaciones se apretaban en torno a las kasbah, de rojos muros almenados,
construidas por los señores feudales en lo alto de picachos rocosos, semejantes
a nidos de águilas. Más al sur, la poca vegetación, constituida por espinos y
acacias, les anunció que estaban cerca del Sahara; se adentraron entre las
dunas del mismo Sahara, desde el oasis de Tisint al de Akka, para tomar
finalmente el camino de regreso, de una ciudad prohibida a otra, de una a otra
emboscada, a lo largo de un itinerario que les condujo a Mrimina, donde les
ocurrieron algunos hechos que vale la pena contar.
EN LA TIERRA PROHIBIDA
Estaban en
Navidad. Carlos había pasado una melancólica Nochebuena, sus recuerdos se
habían remontado hasta las dulces navidades de Nancy, cuando se reunía junto al
árbol con su hermana y el bondadoso abuelo Morlet, coronel de artillería
retirado. La mañana del día de Navidad de 1883 Bou Rhim, notable de Tisint y
amigo entrañable de Carlos, que como jefe de la escolta les había llevado, a él
y a Mardoqueo, hasta Mrimina, confió a ambos a la protección de Si Abd Allah,
quien debía acompañarlos durante la próxima etapa. Si Abd Allah era en Mrimina
un santón de una importante fraternidad religiosa musulmana, un anciano de
apariencia huraña, de cuyo rostro bronceado fluía una larga barba blanca.
«Yo no siento
gran simpatía por los judíos -fue el poco tranquilizador discurso que les
soltó, apenas los tuvo en su presencia-. Sin embargo, ya que vosotros dos me
habéis sido traídos aquí, y por lo tanto sois mis huéspedes, os trataré con
toda consideración. Pero dados mis sentimientos hacia los hebreos, lo mínimo
que puede pediros como prueba de gentileza es que me compenséis de la
repugnancia que siento por tener que ayudaros y me hagáis un regalo, y se
entiende que tiene que ser un regalo digno de mí y aparte del precio acordado
para que os conceda mi protección.»
Carlos se
consideró afortunado, porque Si Abd Allah se contentó con los panes de azúcar,
el té y el algodón que había encontrado en su equipaje. Pero, al despedirse, el
santón dijo: «Está bien. Ahora voy a tratar con uno para que os provea de
escolta».
¿Cómo? ¿No
estaba todo arreglado, cerrado el trato, pagado y requetepagado? ¿No se había
comprometido él, Si Abd Allah en persona, a escoltarlos en la siguiente etapa?
Misterios del Marruecos prohibido.
Al día
siguiente, fecha de partida, nadie apareció. Carlos, que desde el primer
momento había olfateado en Mrimina un aire particularmente enrarecido, decidió utilizar
el segundo recurso, el que después del dinero se había revelado como el más
eficaz en aquel extraño país. Buscó entre las cartas de recomendación de que
había sido provisto antes de comenzar el viaje y durante el mismo. Una de Muley
Abd Selam, venerable jerife de Uazan, le pareció la más prometedora.
Lo fue, en
efecto, hasta el punto de que, apenas la mostró, mereció ser leída públicamente
en las mezquitas. Si Abd Allah, en los tres días siguientes, se tomó la
molestia de hacer numerosas visitas a los rabinos y, no contento con esto,
encargó a dos de sus hijos que durmieran junto a Carlos y Mardoqueo,
concediéndoles así el máximo honor y la más fuerte garantía de seguridad. Pero
de la partida, el anciano seguía hablando en términos de dilación. Hasta que
dejó de ir donde ellos, con la excusa de que estaba enfermo.
Carlos de Foucauld en 1884 |
El comienzo
del año 1884 fue tan triste para Carlos como melancólica había sido la Navidad.
Días más tarde, le llegó la noticia de que la banda de los Arib se había
cansado de esperar y se había ido. Otro tanto había hecho la de los Beraber.
Pero habían sido sustituidas inmediatamente por una treintena de Am Seddrat,
los cuales, poco dispuestos a perder el tiempo esperando la presa, habían
enviado una embajada a Si Abd Allah para pedir que les confiara a ellos la
protección de sus huéspedes.
Aunque abusón
y rapaz, Si Abd Allah se reveló, afortunadamente, no del todo deshonesto.
Rehusó la oferta e hizo poner guardia de protección en la casa de los rabinos.
Nueva embajada
de los bandidos; nueva negativa del viejo santón. El asedio continuó.
«La única
solución -dijo Si Abd Allah, apareciendo ante sus huéspedes, después de la
diplomática enfermedad- es esperar otros ocho días. Porque entonces los
miembros de mi fraternidad religiosa y yo dejaremos Mrimina para ir devotamente
en peregrinación a Tisint, a la tumba del gran marabuto. Ustedes podrán
mezclarse entre ellos, en la procesión, entre la multitud de peregrinos...».
«Basta -le interrumpió Carlos-. Si no eres
capaz de proporcionarnos inmediatamente la protección necesaria para que pueda
salir de aquí, buscaré yo mismo la forma de seguir el viaje por otros medios».
Mandó un
mensajero a Tisint, a su amigo Bou Rhim. Tres días más tarde, cerca de treinta
jinetes, guiados por Bou Rhim en persona, entraron en Mrimina como un huracán,
galopando directamente a la casa de Carlos.
Pasada media
hora, Carlos y Mardoqueo salían camino de Tisint. La escolta que Bou Rhim había
formado, con hombres de su parentela, estaba tan poderosamente armada, que los
Am Seddrat no creyeron prudente salir al paso.
Pero las
aventuras de Carlos y Mardoqueo no habían terminado. Nuevos incidentes los
acompañaron de Tisint a El Outat, hasta Lalla Marnia, en las fronteras con
Argelia, donde los encontramos desvanecidos, magullados y cubiertos de sangre,
en la mañana del 23 de marzo de 1884.
Marruecos los
había despedido apaleándolos y robándolos. Los autores materiales del hecho
habían sido los hombres de la última escolta. Una despedida digna de aquella
tierra, «donde -había escrito Carlos a su
hermana María- entre los ladrones y el Sultán, no tienen tranquilidad ni ricos
ni pobres; donde la autoridad no defiende a nadie y amenaza los bienes de
todos; donde el Estado atesora continuamente, sin jamás hacer un gasto para el
bien del país; donde la justicia se vende, la injusticia se compra y el trabajo
nunca tiene recompensa... Se trabaja de día y se hace guardia durante la noche.
Cierras los ojos un momento y los ladrones te quitan ganado y cosecha... Y
cuando, a fuerza de trabajo y fatigas, la cosecha está a salvo en el granero,
hay que defenderla todavía del Sultán. Para librarla de éste, los campesinos
gritan que están en la miseria, que la estación ha sido pésima. Pero los
emisarios los vigilan. Si ven que salen del mercado sin comprar grano, eso
quiere decir que tienen, y los denuncian. En el momento menos pensado, llega
una veintena de guardias, les registran la casa, les quitan el grano y además,
si tienen esclavos y animales domésticos, se los llevan. Por la mañana si
despiertan ricos y a la noche se encuentran pobres. Sin embargo, no les queda
más remedio que seguir viviendo, sembrar para el siguiente año. En esta
situación, sólo hay una esperanza: el judío. Este, si es un hombre honesto, les
hará un préstamo al sesenta por ciento. En caso contrario, el interés todavía es
más grande. El principio del fin, porque el primer año de sequía, las tierras
salen a subasta y ellos van a la cárcel. Ruina total...»
El 26 de mayo
de 1884, Carlos llegó a Argel. Lo primero que hizo fue ir a la biblioteca para
entregar a su viejo amigo Mac Carthy las notas científicas de la expedición.
Se quitó los
vestidos de hebreo errante. De ellos salió el Carlos de Foucauld «hombre viejo»
elevado a la enésima potencia. Mientras los periódicos, argelinos contaban su
viaje con categoría de hecho sensacional, él se entregó, durante doce días, a
las orgías más desenfrenadas. Pero eran las últimas locuras del descendiente de
los vizcondes de Foucauld de Pontbriand. Para él estaba muy próxima la hora de
su gran conversión.
Mardoqueo
cobró la paga pactada -doscientos setenta francos por cada uno de los nueve
meses que duró la expedición- y, en poco tiempo, quemó todo este dinero en las
llamas de su vieja pasión: la alquimia. Unos meses más tarde, durante un
experimento del cual esperaba obtener la piedra filosofal, murió envenenado por
los vapores del mercurio.
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