Está basada en varias otras biografías que podemos encontrar en la web y en libros, pero me parece importante mencionar a la página abandono.com, de donde tome los títulos y varias ideas para esta entrega, espero les guste y podamos profundizar en la acción de Dios en la vida de nuestro hermanito Carlos de Jesús.
¿QUIEN ES ESE RABINO?
A las cinco de la mañana del mes de junio, en
Argel, ya se ve muy bien; también en el Mellah, el «ghetto» judío, donde las
casuchas sórdidas, pegadas las unas a las otras, retienen durante más tiempo
las sombras de la noche. El cielo estaba ya alto y claro a aquella hora; las
mujeres, dentro de las casas, se dedicaban a sus quehaceres, aunque las
callejuelas se veían todavía desiertas y silenciosas.
Al alba,
cualquier paso retumbaba en los muros y provocaba la curiosidad detrás de las
ventanas. Por esto no pasó inadvertida -a las cinco de la mañana del 10 de
junio de 1883- la extraña visita que un joven, de estatura mediana, elegante,
vestido a la europea, hizo a la sucia barraca donde vivía el rabino Mardoqueo Abi Serour con su mujer y
cuatro hijos.
Se habló
bastante en Mellah de aquella visita misteriosa. Sobre todo porque -según el
testimonio de cientos de ojos que habían permanecido espiando tras las puertas
entreabiertas- a aquel joven europeo nunca se le vio salir.
Por el
contrario, alrededor de una hora más tarde, salió un desconocido, envuelto en
un traje medio argelino y medio sirio: casquete rojo y turbante de seda negra
en la cabeza, gilet turco de tela oscura, sobre una camisa blanca de mangas muy
amplias y pantalones hasta las rodillas. Se detuvo un instante en el umbral de
la puerta, mientras se ponía una capa de lana con capucha; luego, en compañía
de Mardoqueo, se dirigió presuroso fuera del «ghetto». Algunos oyeron a
Mardoqueo llamarlo «Joseph Aleman», otros «rabino».
El misterio no
se desveló hasta varios años más tarde. El «rabino Joseph Aleman» era el mismo
joven europeo que entró tan de mañana en casa de Mardoqueo, precisamente para
disfrazarse. Se trataba del vizconde Carlos de Foucauld de Pontbriand, cuya
vida escandalosa proporcionaba tema de conversación en los salones de Saumur,
Pont-á-Mousson y París; y motivos de irritación y entretenimiento a las
guarniciones francesas en Argelia.
FRANCES Y NOBLE DE ORIGEN
Charles De Foucauld a los dos años |
Carlos de
Foucauld había nacido en Estrasburgo veinticinco años antes, exactamente el 15
de septiembre de 1858. Era entonces emperador de Francia Napoleón III y los
periódicos andaban revolucionados, aquel año, a cuenta de las apariciones de
Lourdes.
La casa natal,
situada en el número 9 de la plaza de Broglie, hablaba en todos sus rincones de
riqueza, aristocracia y glorias pasadas; muebles, cuadros, alhajas, tapicerías,
cortinas, todo parecía concebido y construido como reverente orla de un antiguo
escudo que, sobre la pared del fondo de una sala austera, mostraba un rojo león
rugiente sobre un puente de plata de dos arcadas; el brillante puente de los
vizcondes de Pontbriand, cuya valerosa divisa es: «Jamais arriére» («No
retroceder jamás»).
En realidad
Bertrand de Foucauld jamás había retrocedido en la séptima cruzada, y cayó como
un héroe en Mansourah, junto al rey San Luis. No había retrocedido tampoco Juan
de Foucauld, a quien las crónicas de familia recordaban firme junto a Juana de
Arco, en el coro de Reims, durante la consagración de Carlos VII. Ni Armando de
Foucauld -más conocido como Juan María de Lau, arzobispo de Arlés- había
retrocedido jamás, en tiempos de la Revolución francesa, muriendo mártir en la
prisión de los carmelitas, en París, durante las matanzas de septiembre de 1792
(Pío XII lo beatificó en 1926). Y tampoco Eduardo de Foucauld, padre de Carlos,
hijo y nieto de militares, había retrocedido en el cumplimiento del deber como
inspector de aguas y bosques.
También la madre de Carlos, Isabel de Morlet,
descendía de una familia con ilustres tradiciones militares; pero ello la dejaba
perfectamente indiferente. De profundos sentimientos cristianos, había hecho
bautizar a Carlos dos días después de su nacimiento. Al cabo de tres años, le
dio una hermanita, María. A ambos, desde su más tierna infancia, les enseñó a
crecer en la ley de Dios y, sobre todo, a invocar a la Virgen y ayudar a los
pobres.
No podemos
decir que estas enseñanzas maternas obtuvieran una correspondencia entusiasta
por parte del pequeño Carlos. En su infancia no hemos logrado descubrir ningún
episodio que indique inclinación a la piedad, y mucho menos que revele la más
tenue vocación religiosa. Sin embargo, aquellas lecciones prácticas de vida
cristiana, aunque en su época no produjeron resultados evidentes, se
imprimieron con tal fuerza en el alma del niño que, muchos años después, las
encontró dentro, frescas y válidas como si nunca hubieran sido olvidadas.
Charles, su madre y hermana María |
En 1863,
cuando Carlos tenía apenas cinco años, en pleno verano, la desgracia entró
inesperadamente en casa de los vizcondes de Foucauld de Pontbriand.
Su padre,
Eduardo, enfermó de tuberculosis y, bien pronto, su estado fue motivo de
preocupación. Tuvo que dimitir del cargo que desempeñaba y cada día fue cayendo
en una tristeza más grande. Se encerró en un silencio atormentado, huraño, casi
alucinado. Un día abandonó a sus hijos y a su mujer, que estaba esperando un
nuevo hijo, y fue a refugiarse en casa de su hermana Inés, una famosa belleza
de su época, que había sido retratada por el pincel de Ingres.
A su vez
Isabel, desesperada, dejó la espléndida mansión de la plaza de Broglie y fue
con los dos niños a la casa de la calle «Eschases» con su padre, el señor de
Morlet, simpatiquísimo coronel de artillería retirado. Y allí, en el mes de
marzo del año siguiente, murió de parto y de pena. Sus últimas palabras fueron
las de Cristo en el huerto de Getsemaní: «Padre,
hágase tu voluntad y no la mía...».
Cinco meses
más tarde, en casa de Inés, expiraba también Eduardo.
Carlos y María
quedaron huérfanos, y el abuelo coronel, de sesenta y siete años, se hizo cargo
de ellos. Adoraba a Carlos («cuando llora
es igual que mi pobre hija...»), y Carlos le correspondía con un cariño
profundo.
A los ocho años el muchacho ingresó en el
colegio diocesano de Saint-Arbogast de Estrasburgo. De allí salió cuando llegó
el momento de estudiar en el Instituto Nacional.
Como
estudiante fue regular: todos los profesores estaban de acuerdo en reconocerle
una inteligencia extraordinariamente viva; pero no pocos tenían que dolerse de
su excesiva condescendencia con la pereza.
Después, la
guerra. Año 1870: los alemanes atacaron por el este. El señor de Morlet previó
claramente la catástrofe, no obstante las ilusiones de Napoleón III, y se
refugió con sus nietos en Suiza. Apenas los cañones germanos amenazaron
Estrasburgo, Napoleón III fue abatido en Sedán, y Francia, invadida, proclamó
la república. París, sitiado, se rindió por hambre. Alsacia y Lorena fueron
anexionadas a Alemania.
«¡ADIÓS, ESTRASBURGO!»
El señor de
Morlet, ex coronel de artillería del Ejército francés, no querrá volver a poner
los pies en ti. Se establecerá en Nancy; y allí reanudará los estudios Carlos,
y -a los catorce años, en 1872, ya un hombrecito- hará la primera comunión y
será confirmado. En su alma se hizo una intensa luz; pero se apagó pronto.
Inscrito en retórica, en seguida se enamoró de
los escépticos de todas las épocas, de Horacio, de Montaigne, con una
particular predilección por el viejo Aristófanes. Eran los años en que
prevalecían los burgueses incrédulos y los profetas del ateísmo proletario.
Berthelos, Renan, Taine, Anatole France, Nietzsche, Marx y Rimbaud llamaban a
la lucha contra la religión desde todos los frentes.
Carlos no leyó ni un solo renglón de estos
autores; pero respiró ávidamente el aire contaminado de sus ideas, lo que fue
suficiente para hacerle tirar la fe religiosa a las ortigas. «Durante doce
años -recordará más tarde- viví sin ninguna fe. Nada me parecía bastante
probado; la misma fe con que la gente del mundo sigue mil religiones distintas
me parecía la condenación de todas».
Una vez
obtenido el título de Bachiller en retórica en 1874, llegó para Carlos la hora
de abandonar el nido. Le esperaban París y los estudios de filosofía.
El señor de
Morlet le envió al internado de los jesuitas de la calle «Post»; pero el
ambiente pronto le resultó odioso e insoportable. Rogó, insistió, conjuró al
abuelo, en decenas de cartas, que le llevase de nuevo a Nancy; pero el anciano
no cedió. A pesar de todo, al finalizar el curso, Carlos era Bachiller en
filosofía.
Había llegado
el momento de empezar a estudiar una carrera. Para Carlos de Foucauld de
Pontbriand no existía el problema de elegir. Desde que nació había parecido
obvio a todos que un vástago de tal estirpe debería seguir la carrera militar.
Carlos había aceptado siempre esta perspectiva como lógica y natural.
MILITAR DE FAMILIA
Al abuelo Morlet le hubiera gustado que su
nieto entrara en la escuela politécnica, para que se hiciese oficial de
artillería, como él. Pero Carlos sabia que la escuela politécnica era un hueso
duro de roer y él no sentía ningún deseo de desgastarse los dientes. Ser
militar estaba bien, pero sin mucho trabajo. Mejor la Escuela Especial Militar
de Saint-Cyr, mucho más fácil.
Sin embargo,
Saint-Cyr suponía un año de preparación en París. Y París significaba de nuevo
el pensionado de los jesuitas. Así, durante un año más, el anciano señor de
Morlet no tuvo paz. Cada dos días recibía una carta del nieto. Cartas
desesperadas, algunas hasta de cuarenta páginas. «Aquí me es imposible
permanecer, déjame volver a casa...».
Regresó a
finales de año, expulsado por negligencia e indisciplina. «En aquella época
-escribiría un día- era todo egoísmo, todo vanidad, todo impiedad, todo deseo
de mal. Estaba como loco».
El abuelo no
se desanimó por la expulsión. Le puso en manos de algunos profesores y le
obligó a presentarse a las pruebas de admisión de Saint-Cyr.
Carlos corrió
el peligro de ser rechazado por obesidad. Apenas con dieciocho años, de un
metro sesenta y siete de estatura, estaba gordo, flácido y pesado, por abuso de
dulces, carnes refinadas, vinos selectos y horas de reposo. Pero la comisión
pensó que un par de meses en Saint-Cyr serían suficientes para despojarlo de
los kilos de adiposidad, y le admitió a los exámenes. Le fue bastante bien y
obtuvo el puesto ochenta y dos, entre cuatrocientos doce candidatos.
Dos años más
tarde, en los exámenes de licenciatura, consiguió el 333 entre 386, un notable
bajón. Había comenzado con el mayor entusiasmo; apenas puso los pies en
Saint-Cyr, se sintió al fin «hombre» y «libre». Y como hombre libre, los
primeros meses había aceptado dócilmente la disciplina militar, a pesar de ser
tan fastidiosa, orgulloso de llevar el célebre quepis de la escuela, adornado
con el famoso penacho blanco y rojo. Pero después se hizo amigo del marqués de
Morés y de Monte Mayor, calavera y haragán, y el resultado fue que el estudio,
la disciplina y el trabajo se le convirtieron en aborrecibles. En dos años
coleccionó cuarenta y cinco castigos por negligencia, pereza e indisciplina. Si
superó de alguna forma los exámenes se lo debió únicamente a su despierta
inteligencia y ágil memoria.
En esa época murió su abuelo, el querido señor
de Morlet, coronel de artillería retirado. Fue un trance doloroso. Pero el 15
de septiembre de 1878, al cumplir los veinte años de edad, entró en posesión de
la herencia de la familia, y ésta representaba una verdadera fortuna. Carlos de
Foucauld se volvió loco de alegría: aquel dinero era la llave de oro que le
abriría las puertas de una vida brillante.
Decidió ser
oficial de caballería. El marqués de Morés fue de la misma opinión. ¿En la
escuela especial de Saint-Cry habían logrado salir adelante por los pelos?
Voilá! En la escuela de caballería de Saumur no les faltaría, de vez en cuando,
un golpe de suerte. En la escuela de Saumur compartieron la misma habitación,
la número 82.
Morés tomó a
su cargo el guardarropa, y compró trajes y calzado de acuerdo con el último
grito de la moda. Carlos se preocupó de la despensa y la comodidad: ricas
golosinas y una deliciosa butaca. De reserva, una tumbona.
«Quien no ha
visto a Foucauld en su habitación, en pijama de franela blanca con llamares,
cómodamente hundido en una butaca o tumbona, saboreando un pastel de hígado,
acompañado de excelente champán, leyendo a Aristófanes en un libro
elegantemente encuadernado -escribió en aquel tiempo uno de sus amigos-, no
puede hacerse idea de lo que es un hombre feliz de la vida». Otro contó: «La
habitación de ambos pronto se hizo célebre por las excelentes comidas y las
largas partidas de cartas que en ella se organizaban, con objeto de tener
compañía durante el castigo, pues era raro que uno de los dos no estuviera
arrestado».
Cadete en Saint-Cyr |
Pero al
descendiente de los vizcondes de Pontbriand no le bastaba. A las orgías
normales, añadió la pimienta de las aventuras excepcionales. Un día que, como
de costumbre, estaba arrestado, supo que se daba una fiesta en Tours. Consiguió
una blusa y una gorra de obrero, se colocó una barba postiza y, de tal manera
disfrazado, salió de la escuela, pasando con desenvoltura por delante del
cuerpo de guardia. Cuando el tren le dejó en Tours, decidió regalarse con una cena
antes de ir a la fiesta, y se dirigió a un pequeño restaurante. El dueño
encontró en él algo sospechoso: ¡la barba de aquel extraño cliente se estaba
desprendiendo! ¿ Ladrón o anarquista? Por si acaso, llamó a la policía.
En la
comisaría, Carlos supo inventar una historia tan graciosa para explicar por qué
se había disfrazado de aquella manera, que el comisario lo dejó marchar dándole
unas palmaditas en la espalda y llorando todavía de la risa. Pero, apenas había
salido de la comisaría, cuando se topó, frente a frente, con el general
L’Hotte, comandante de la escuela de Saumur: treinta días de arresto mayor.
Al final del
curso, en octubre de 1879, Carlos de Foucauld salía de la escuela de caballería
con el puesto octogésimo séptimo, sobre un total de 87... Y la nota del
inspector general decía así: «Es
distinguido. Ha recibido una buena educación. Pero tiene la cabeza ligera y no
piensa más que en divertirse. Se le ha privado del diploma por mala conducta y
por los numerosos castigos recibidos».
Fue nombrado
subteniente del IV Regimiento de Húsares, en Sézanne. Pero este pueblo no le
ofrecía suficientes ocasiones de diversión. Se hizo trasladar a Pontá-Mousson,
donde lo primero que hizo fue alquilar un piso. También tomó un apartamento en
París, con objeto de ir allí a pasar los días de permiso.
Estaba más
gordo que nunca. Saint-Cry había sido un fracaso como cura de adelgazamiento.
El rostro parecía hinchado, tenía los labios gruesos del hombre sensual, la
mirada asesina del vividor, se peinaba como un tenorio. «Era un sibarita -contó
el duque de Fitz-James, que había reemplazado a Morés al lado de Carlos, pues
aquél había sido destinado a otro lugar-. Con tacto exquisito y perfecta
delicadeza, Foucauld tenía su bolsa a nuestra disposición. Cuando nos jugábamos
la consumición, si ganaba varias veces seguidas, yo le he visto perder a
propósito. De verdadero buen gusto, le agradaba celebrar reuniones de poca
gente, un grupo reducido. Frecuentemente nos invitaba a su magnífica garçoniére
para saborear sandwiches de pate de hígado, acompañados de un óptimo sherry.
Tenía un criado, un calesín inglés y un caballo...»
EL LLAMADO AL AFRICA
En este
período, Carlos conoció a una tal Mimí. La tuvo consigo un año, hasta que, en
diciembre de 1880, le llegó la noticia de que el IV de Húsares iba a ser
trasladado a Argelia, a la guarnición de Sétif, con el nombre de IV de Cazadores
de África. Carlos, pero no quería separarse de Mimí, ideó una nueva treta.
Escribió una
carta de presentación e hizo partir a la muchacha para Argelia dos días antes
que el regimiento. Mimí se presentó en Sétif haciéndose pasar por la esposa del
subteniente Carlos de Foucauld, vizconde de Pontbriand -como la carta
testimoniaba- y las autoridades militares le dispensaron toda clase de
atenciones. Pero, cuando, con el regimiento, llegaron el coronel, los oficiales
y sus esposas legítimas, estalló el escándalo.
El coronel
cubrió de improperios al subteniente; pero el subteniente ni se inmutó. Es más,
acentuó la provocación narrando descaradamente, en público, las escenas de más
refinada afectuosidad con Mimí. Entonces las protestas arreciaron, el coronel
le planteó la elección: «O Mimí o el regimiento. ¡Elija usted! ». Carlos
respondió, con impertinencia, que no pensaba de ninguna manera devolver a Mimí
a Francia.
Así, el 20 de
marzo de 1881, por decreto ministerial, el subteniente Carlos de Foucauld fue
mandado a la reserva «por haber deshonrado el grado, por indisciplina y mala
conducta en público».
Oficial de Husares |
EL LLAMADO A LAS ARMAS
Pero un día,
alrededor de tres meses más tarde, ojeando casualmente un periódico, leyó que,
en Argelia, los Ulad Sidi Cheikh se habían sublevado, y que el IV de Cazadores
de África estaba en pleno combate. «Jamais arriére!» y, de repente, Mimí perdió
para sus ojos todo el interés.
Corrió a
París, se presentó en el Ministerio de la Guerra y pidió ser admitido
inmediatamente en el ejército. Dado que se dudaba, ante sus antecedentes escandalosos,
declaró que no le importaba en absoluto el grado militar: estaba dispuesto a
partir aun como simple soldado. Le aceptaron y, además, con grado de
subteniente. Partió para África en el primer buque.
AL ENCUENTRO CON UN DIOS DESCONOCIDO
AL ENCUENTRO CON UN DIOS DESCONOCIDO
Era un hombre
completamente cambiado, aunque Aristófanes le seguía a todas partes, en una
cuidada edición. «En medio de los
peligros y las privaciones -escribió un compañero- aquel erudito en juergas se
reveló como un soldado y un jefe capaz de soportar, con la sonrisa en los
labios, las más duras pruebas, siempre dispuesto a arriesgarse y preocupado
sobre todo de sus hombres, a quienes cuidaba con abnegación...»
Combatía para
vencer, desde luego. Los franceses tenían que aplastar a los Ouled Sidi Cheikh,
no cabía duda. Pero, al mismo tiempo, aquellos amplios albornoces que se
inclinaban profundamente en la solemnidad de la oración, y aquella invocación
que se elevaba: «Allah Akbar!» («Dios es el más grande»), le causaron una
enorme impresión.
A los
dieciséis años, con la fe que aprendió en los libros -escribiría Michel
Carrouges en Charles de Foucauld, explorador místico-, le pareció que la
oposición entre las diversas religiones era la más sencilla negación de todas.
Hoy, al borde del desierto, ve orar a los creyentes del Islam y se estremece de
envidia y admiración». «El Islam
-confesará más tarde el propio Foucauld- produjo en mí un profundo cambio... La
vista de aquella fe, de aquellas almas tan unidas a Dios, me hizo intuir que
existe algo más grande y más digno que las diversiones mundanas».
Dios se sirvió
de la fe de los seguidores de Mahoma para abrir una primera brecha en el alma
de Carlos de Foucauld.
Cuando la
campaña terminó y el IV de Cazadores hubo de regresar a Sétif, Carlos sintió
que no podía renunciar a aquel mundo, que apenas había vislumbrado. Pidió
permiso para realizar un viaje de estudios por Argelia del sur, pero le fue
negado. Y así, por segunda vez, salía nuevamente del ejército; pero ahora, por
algo más que una simple Mimí.
Fue a
instalarse en Argel, donde alquiló una casa en el número 58 de la cuesta de
Vallée. ¿Se le negaba un viaje de estudios por Argelia? Voilá! ¡Explorará
Marruecos! Sí, señores, el Marruecos impenetrable, la fortaleza musulmana del
Atlántico, con sus ciudades fabulosas, sus bazares multicolores, sus laberintos
envueltos en misterio, y sus jardines secretos; el reino de Muley Hasan, el
sultán omnipotente, y de la anarquía imperante; el país que cerraba
herméticamente las puertas para los europeos porque en cada uno de éstos veía,
además de un evidente infiel, un oculto espía.
Sin embargo
era preciso prepararse minuciosamente. La indolencia y la ligereza de Carlos
desaparecieron como por encanto. Se instaló en la biblioteca de Argel y se
dedicó a estudiar el árabe, la geografía y etnología de Marruecos, a examinar
mapas, a utilizar los aparatos necesarios para la investigación científica. El
bibliotecario principal, Oscar Mac Carthy, le prestó una valiosa ayuda.
Pero, mientras
se encontraba abstraído en aquellos estudios, recibió un inesperado golpe. La
tía Inés- aquella belleza espléndida de un tiempo, a cuyo lado había ido su
padre a morir- le acusó de haber derrochado en juergas y extravagancias una
notable parte de la herencia familiar -cuatro mil francos oro al mes durante
cuatro años consecutivos- y presentó una instancia en el tribunal civil de
Nancy para que al joven sobrino le fuera impuesto un consejo judicial.
Carlos
contestó que sí, que era cierto, que había cometido un sinfín de locuras y administrado
su fortuna de una manera, por lo menos, poco prudente: sin embargo ahora...
Sin saber en la busqueda de Dios |
Carlos volvió
a sumirse en el estudio. El duque de Fitz-James, su antiguo compañero de
juergas en Pont-á-Mousson, un día, lo encontró por casualidad. «¡Cómo ha
cambiado Foucauld! -escribió a unos amigos-. Era gordo y ahora es delgado. Y
nada de fiestas, mujeres y buenas comidas. Sólo le interesa el estudio».
A bordo de un
buque de guerra, mandado por un pariente suyo y atracado en el puerto de Argel,
Carlos practicaba el manejo de los instrumentos científicos.
Mientras
tanto, el señor Mac Carthy buscaba un buen guía para la expedición. Creyó
encontrarlo el día que le pusieron tras la pista del rabino Mardoqueo Abi
Serour, cuya vida parecía una novela de aventuras. Los tratos con el viejo
hebreo fueron laboriosos y largos, pues, en cada encuentro, el muy pícaro,
aumentaba la cifra que quería cobrar por sus servicios. Al fin llegó a un
acuerdo por la cantidad de doscientos setenta francos al mes, durante los seis
o siete meses que durase la expedición.
La mañana del
10 de junio de 1883 hemos visto a Carlos, con Mardoqueo, en una calleja del
«ghetto» de Argel. Estaban a punto de comenzar un viaje. Vestido de europeo,
Carlos no hubiera avanzado ni un solo kilómetro por Marruecos. Disfrazarse de
árabe hubiera sido imprudente, pues todavía no hablaba la lengua a la
perfección y su ignorancia sobre el Islam le hubiera traicionado fácilmente.
Por esto se había puesto vestiduras de hebreo.
Con el apoyo
de Mardoqueo, el joven presunto rabino Joseph Aleman encontraría, durante su
peligroso viaje por Marruecos, asilo y protección entre los judíos que
habitaban en las ciudades prohibidas.
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