Ultima foto del Hermanito Carlos de Foucauld |
PREPARANOS PARA MORIR COMO MARTIRES
Las sombras de
la noche cayeron frías la tarde de aquel primero de diciembre de 1916, sobre
las gargantas de los montes del Hoggar, sobre los bastiones del fortín, entre
las desnudas rocas de la meseta de Tamanrasset.
El Fortín |
Cuadrado,
rudo, construido con ladrillos de tierra cruda y roja, el fortín estaba rodeado
de muros macizos, los cuales tenían cuatro torreones en los ángulos, y, por la
parte exterior, había un profundo foso. Un puente, que cruzaba dicho foso,
alcanzaba la única puerta que, protegida por una pared de mampostería, se
abría, baja, en los bastiones. Aquella puerta conducía a un corredor con
vueltas, un túnel más que un corredor, a lo largo del cual se encontraba un
muro a modo de obstáculo que era necesario saltar, inclinándose mucho, para no
dar con la cabeza en una viga del techo, y daba también a otras dos puertas
bien cerradas. El corredor desembocaba en un patio interior, con un pozo en el
medio, un horno para el pan y una serie de aberturas angostas alrededor, las
cuales correspondían a míseras estancias.
En una de
aquellas estancias, Carlos de Foucauld estaba escribiendo cartas aquella tarde.
Se había quedado solo dentro del fortín. También Paul Embarek, el esclavo
liberado tantos años antes de Beni Abbés, se había ido al atardecer a la aldea
de los haratinos, cerca de un kilómetro de distancia, donde tenía una cabaña,
esposa e hijitos.
Carlos sabía
que, en cualquier momento, pasarían por allí Bou Aicha y Boudyma bem Brahim,
los dos meharistas encargados de llevar el correo. Por ello, después de haber
escrito al viejo amigo general Laperrine y a su hermana María de Blic, ahora,
sentado ante una caja que le servía de mesa, a la luz anémica de un cabo de
vela, estaba terminando la carta a su prima María de Bondy: «... nuestro anonadamiento es el medio más
poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas».
Fue al llegar
a este punto cuando oyó llamar a la puerta del fortín.
Atravesó el
patio y, asomado al corredor oscuro, gritó: «¿Quién
es?».
«El correo»,
respondió desde fuera la voz bien conocida de El Madani, un haratino al que
Carlos había dado de comer un montón de veces.
Carlos enfiló
corredor adelante, para abrir la puerta...
Carlos de
Foucauld llevaba en el Hoggar trece años, desde aquel lejano enero de 1904,
cuando con Paul Embarek, una asna cargada con la capilla portátil y un asnillo
que trotaba detrás, algunas provisiones a la espalda y dos pares de zapatos de
repuesto, unido a una columna de Cazadores de África, había dejado el
eremitorio de Beni Abbés para tomar el largo camino que conducía directamente
al sur, entre altas colinas negras y desnudas.
Interior del Fortín |
Un mes de
marcha a pie, en medio de enjambres de moscas implacables. Cada varias horas,
entre las piedras grises, un árbol enano y espinoso. Cada varios días, en la
línea del horizonte, un oasis verde, creado por el espejismo. Todas las
semanas, o cada dos, un oasis verdadero, en los cuales el padre Foucauld
trababa conocimiento con los habitantes y distribuía entre los más pobres
algunas monedas de su flaca bolsa, o provisiones de su saco, escasamente
surtido.
Al fin,
después de haber atravesado una región de fábula, -imaginaos: un jardín
inmenso, de flores de piedra, con las formas más inverosímiles, y jaspeadas de
multitud de colores, a la sombra de grandes rocas rojas y bajo un cielo que, a
pesar de ser invierno, tenía la pureza del cristal-, la caravana llegó al
cuartel general francés del territorio de los oasis, en ln-Salah.
Allí el
general Laperrine informó a Carlos de Foucauld de las últimas noticias: de las
seis confederaciones en que se agrupaban los tuareg, tres daban señales de
estar dispuestas a someterse a Francia. Eran los Kel Ahaggar del territorio del
Hoggar, los Taitoq del territorio del Ahnet y los Iforas del Adrar. Por ello,
Laperrine ansiaba emprender lo más pronto posible un largo viaje a través del
Hoggar, el Ahnet y el Adrar con objeto de acelerar las cosas y aceptar la
sumisión.
«¿Y tú que
harás, viejo eremita? ¿Vendrás con nosotros?». «¿Por ventura lo pones en duda, soldadote?».
A Carlos no se
le podía presentar una ocasión más favorable para penetrar en la profundidad
misteriosa del Sahara, donde Dios le llamaba a vivir, sin clausura, la vida de
Nazaret.
Como la
expedición del general Laperrine exigía unos preparativos relativamente largos,
Carlos no quiso perder el tiempo y se dirigió, solo, al oasis de Akabli, donde,
según le habían dicho, se detenían con frecuencia caravanas de tuareg.
LOS GUERREROS AZULES
Fue en Akabli,
en febrero de 1904, cuando los vio por primera vez. Entre los acostumbrados
grupos de árabes, petulantes y envueltos en sus blancos bournous, ellos, los
tuareg, paseaban en silencio, erguida su alta figura, el aspecto noble, los
movimientos con una agilidad y elegancia que recordaba la de los felinos, el
rostro cubierto de un velo azul que descendía formando grandes pliegues hasta
los pies; por encima de aquel velo, los ojos negros y enormes, brillantes de
fiereza, y parte del rostro, teñido con la misma tintura azul que daba color a
todas sus ropas.
Los tuareg, los majestuosos guerreros azules |
¡Allí tenía, delante de sus ojos, a los
guerreros azules! Al contrario de lo acostumbrado por los árabes, eran los
hombres quienes se tapaban el rostro, mientras las mujeres lo llevaban
descubierto. Mujeres muy hermosas, de extraordinaria elegancia e inteligencia
pronta, que gozaban de una libertad absolutamente desconocida por sus hermanas
de sexo árabes. Aquí y allá, en el oasis, junto a camellos soñolientos, se
levantaban las tiendas bajas de los tuareg, de cuero rojo, cuyas entradas, al
norte y al sur, estaban abiertas para dejar pasar la corriente de aire.
Desde el primer día, Carlos fue de una a otra
tienda roja, y en todas ofreció y obtuvo amistad. Al cabo de una semana, ya
balbuceaba algunas palabras en la lengua de los tuareg. Pero se dijo que debía
aprenderla a fondo, para poder hablar del modo más eficaz a aquellos hermanos
de la voluntad del Altísimo.
Eligió a un
tuareg como maestro y empezó a estudiar el idioma, que se llamaba tamacheq y se
escribe con caracteres tifinak. Es una lengua extraordinariamente pura,
absolutamente africana, que no tiene nada que ver con el árabe, llegado de
Asia; no es, en modo alguno, pobre, como lo son las lenguas de los pueblos
ignorantes sino, al contrario, posee una gramática compleja y un rico
vocabulario.
Tres semanas
después de su llegada al oasis de Akabli, Carlos vio aparecer entre las dunas a
la columna del general Laperrine, que pasaba por allí para recogerlo, y se
dirigía al sur, hacia Tombuctú. Un sur muy lejano, ya que el orgullo colonial
de Laperrine quería sacar provecho de aquel largo viaje por el corazón del
Sahara, tanto para aceptar la sumisión, como para confirmar oficialmente la
unión estrecha, que de ahora en adelante, existiría entre Argelia y Sudán.
A medida que
la caravana se adentraba en el Hoggar, Carlos hablaba con cuantas personas
encontraba, visitaba todos los oasis, entraba en todos los campamentos y lo
observaba todo con la misma agudeza con la cual, muchos años antes, había
explorado el Marruecos prohibido.
El Marabuto que se hizo amigo de todos los Tuareg, sin importar su castas |
Descubrió que,
en Hoggar, los tuareg estaban divididos en tres castas: los nobles, entre los
cuales el clan de los Ken Reía era evidentemente el más ilustre, ya que uno de
sus miembros desempeñaba, por elección, el cargo de aménokal, es decir, de jefe
supremo del Hoggar. En aquellos momentos lo era Moussa, quien seguía diciendo
que estaba dispuesto a someterse a Francia; pero que, en la práctica, aunque
sabía que Laperrine viajaba por sus territorios, no se dejaba ver en ningún
lugar, con lo cual no había modo de llegar a una conclusión efectiva. La
segunda categoría la formaban los vasallos, quienes poseían armas,
cabras y camellos, lo mismo que los nobles pero, sobre todo, eran guerreros. El
último puesto lo ocupaban los plebeyos, los más numerosos, que
vivían de ciertos cultivos y del comercio.
Laperrine
atravesó todo el Hoggar sin poder poner la vista encima a Moussa. Luego penetró
profundamente en el Adrar, donde vivían los tuareg Iforas, de quienes obtuvo en
seguida la sumisión. Acto seguido, al frente de su columna, alcanzó Timiaouine,
que se encontraba en el camino a Tombuctú. De improviso se le apareció una
patrulla armada y dispuesta en posición de ataque, la cual le ordenó que no
siguiera adelante. Una situación grotesca, ya que estaba mandada por oficiales
franceses del Níger.
La causa era
que las tropas destacadas en aquel lugar, furiosas porque Laperrine se había
entrometido en los asuntos de una parte del Sahara que consideraban de su
competencia, y también porque había recibido la sumisión de los Iforas, cuando
deseaban este honor para sí, habían decidido humillarlo para vengarse, es
decir: impedirle, con la amenaza de sus fusiles, seguir hasta Tombuctú.
Seguramente
Laperrine hubiera opuesto las armas a las armas; pero el padre Foucauld supo
encontrar las palabras que le hicieron razonar y dieron fuerza para no ceder a
la ira. La columna retrocedió, dirigiéndose al territorio de Ahnet, habitado
por los tuareg Taitoq, que también firmaron la sumisión.
La expedición
concluyó. Laperrine tomó a In Salah y dejó a Carlos solo, en su nueva clausura,
grande cuanto el desierto entero.
Carlos penetró
en el Hoggar y, durante cinco meses, vagó errante de un campamento a otro, un
día aquí y al día siguiente allá, por aquel inmenso reino de los nómadas,
buscando siempre nuevas amistades. Todos los días celebraba misa, ayudado por
Paul Embarek; oraba, meditaba, conversaba con cuantos tuareg podía y los
socorría en aquellas necesidades que le era posible. A pesar de no detenerse en
su incesante peregrinar, encontró el tiempo y la manera de terminar la primera
traducción al tamacheq del Evangelio. Tal vez algún día un tuareg lo leyera...
¿Le sería concedido a él ver aquel día bendito? Sucediera lo que sucediese, el
Hoggar era, desde entonces, su nuevo mundo y allí plantaría definitivamente su
tienda.
Moussa, el Amenokal de los Tuareg |
Obediente a
aquellas sugerencias, Carlos regresó a In-Salah y, desde allí, se puso en
camino hacía Ghardaia, para confesarse con los Padres Blancos y pedir consejo a
monseñor Guérin. Estaba terriblemente enflaquecido y cansado. Tenía cuarenta y
seis años; pero se le hubiera calculado sesenta.
En diez meses
había recorrido cinco mil kilómetros a pie.
Luego volvió a
Beni Abbés, a su vieja «Khaoua del Sagrado Corazón». Se había convencido de que
debía dividir su vida entre los tuareg, por un lado, y los árabes y franceses
del Soura, por otro.
Pero estuvo
apenas cuatro meses, porque en mayo de 1905, aprovechando que el capitán Dinaux
debía escoltar, a través del desierto del Hoggar, a una expedición compuesta de
un periodista, un geólogo, un historiador y un inspector de comunicaciones, se
unió al grupo, junto con Paul Embarek.
Fue un viaje espantoso a causa del calor tórrido del verano sahariano. «Después de dos horas de marcha a pie, apenas había amanecido -contó luego el capitán Dinaux-, todos subían a los camellos. Sólo el padre Foucauld continuaba caminando a pie hasta el limite de sus fuerzas, rezando el rosario y recitando letanías. En los trechos más accidentados del terreno, forzaba el paso. Desde las cinco de la mañana, el sol caldeaba implacablemente el aire; a la sombra, la temperatura oscilaba entre los 40 y 50 grados. Cada uno de nosotros bebía entre ocho y diez litros de agua diarios, ¡Y qué agua...! Pero el padre caminaba siempre con pasos rápidos, excepto cuando se levantaba una tempestad de arena, o uno de nosotros le decía: «Padre, o vos subís, o yo bajaré a vuestro lado».
En las etapas, nos colocábamos en forma de cuadro y dormíamos a la sahariana, sin tienda, las carabinas cargadas, los indígenas envueltos en los bournous y en sus puestos de combate... Hacíamos que el padre estuviera en un ángulo del cuadro, para que pudiera aislarse más y rezar tranquilo, a su gusto. Cuando la hora de la partida lo permitía, se hacia despertar a tiempo por el centinela, montaba la tienda en un momento y decía misa. La celebración de ésta, a la cual asistía siempre uno de nosotros, fue para todos una sorpresa y una revelación: el fervor del padre era tan extraordinario, que parecía en éxtasis».
Gral. Laperinne |
La espera fue
larga y los mantuvo con la respiración cortada. Por fin, se consiguió
conocerlas. No había duda, era él, el aménokal Moussa, escoltado por los más
ilustres de los Ken Reía. Un espectáculo inolvidable de hombres majestuosos,
envueltos en ropas azules y montados sobre camellos lujosamente enjaezados, las
armas de los guerreros tuareg empuñadas.
De pronto
todos se detuvieron, como ante una orden, aunque no se había pronunciado una
palabra. Sólo el aménokal siguió avanzando, hasta encontrarse frente al capitán
Dinaux, y cambió con él solemnes saludos. Después las escoltas de ambas
caravanas tomaron parte en el ceremonial del encuentro, que culminó con la
ritual mezcla del té.
En este punto,
Moussa declaró que estaba dispuesto a dar por terminadas sus prolongadas
indecisiones y aceptar sin reservas la autoridad de Francia. A partir de
entonces la solemnidad cedió terreno, cada vez más, a la familiaridad.
Durante varios
días, las dos caravanas viajaron juntas. El capitán Dinaux lo aprovechó para
presentar a Moussa al padre Carlos de Foucauld. «Es un marabuto cristiano,
servidor del Dios único -precisó-, amante de la soledad, deseoso de estudiar la
lengua de los tuareg. Un hombre que puede rendir grandes servicios a los
pueblos del Hoggar y aconsejarlos de un modo útil».
Este primer
encuentro fue seguido de varias entrevistas. Durante las mismas se eligió
Tamanrasset como residencia del padre Foucauld, «porque Tamanrasset -explicó el
aménokal- es un poco el pied-a-terre de la tribu de los Dag Ralí, la más
numerosa y la más fiel entre mis tribu».
Moussa ha
escrutado a Carlos, desde el primer encuentro, con sus ojos que parecen
adentrarse hasta el alma, y ha sentido que puede fiarse.
«Responderé de
este hombre con mi cabeza», fueron sus palabras.
También Carlos
ha sondeado hasta lo íntimo al aménokal: «Es
muy seguro de sí mismo, inteligentísimo, abierto, un musulmán muy piadoso,
deseoso de bien; pero al mismo tiempo ambicioso, amante del dinero, del placer,
de los honores».
Después de
quince días de viaje juntos, Moussa dejó a sus nuevos amigos para volver con
sus tuareg. El capitán Dinaux escoltó a Carlos hasta Tamanrasset. Después de
recorrer un laberinto de gargantas salvajes, alcanzaron una inmensa
altiplanicie, absolutamente desnuda, enteramente cubierta de piedras, sin una
línea de sombra, sin un hálito de frescura, rodeada del largo lecho arenoso del
fantástico torrente Tamanrasset, casi siempre seco. Al oeste, unos cuantos
pozos entre unos pocos arbustos raquíticos, y algunas cabañas de haratinos, los
cuales cultivaban cebada en delgadas capas de tierra. Aquello era la aldea de
Tamanrasset, una veintena de hogares en total, dispersas a lo largo de tres
kilómetros, junto a la orilla del torrente seco. Al este, a lo lejos, se
erguían montes salvajes, dominados por el Ilamán, la montaña más alta.
REINO DE LOS TUAREG - REINO DE DIOS
REINO DE LOS TUAREG - REINO DE DIOS
Allí, en
aquella desnuda inmensidad quemada por el sol, en aquel reino de la soledad, en
aquel mar de piedras -que florecía en grupos de tiendas rojas cuando los tuareg
hacían un alto- Carlos se fabricó una cabaña de cañas, en todo semejante a las
de los haratinos, al mismo tiempo que comenzaba la construcción de una
extrañísima casa con piedras y barro. Una casa increíble, larga, estrecha,
bajísima, con muros de un metro de grosor, sin ventanas, únicamente pequeñas
aberturas, una sola puerta baja y para entrar por ella era necesario salvar una
pared maciza de setenta centímetros de alta, capaz de impedir la intrusión de
las víboras cornudas. El techo, plano, estaba hecho con gruesas ramas sin
desbastar, y recubierto de cañas y barro; una protección del sol, en suma, pero
no de la lluvia violenta, Por dentro, una pared la dividía en dos estancias:
una destinada a capilla y la otra a lugar de trabajo; ambas medían dos metros
setenta y cinco centímetros de longitud por un metro setenta y cinco
centímetros de anchura.
Fuera, la
cabaña de cañas serviría de cocina, salón para la visitas y habitación de Paul
Embarek, si este eterno indeciso no se iba en busca de otro modo de vivir.
Al cabo de
poco tiempo, no hubo un haratino sedentario ni un tuareg nómada en toda la
altiplanicie de Tamanrasset que no fuese de vez en cuando al eremitorio del
«marabuto del corazón rojo». La puerta estaba siempre abierta, todo visitante
era acogido como un hermano. Los tuareg pensaban de él: «Ciertamente Laperrine
es su amigo, y Laperrine es poderoso. Pero Laperrine está a ochocientos
kilómetros de aquí. Por lo tanto, el marabuto, viviendo solo en el Hoggar,
demuestra una gran confianza en nosotros». Y los tuareg tenían demasiado vivo
el sentido del honor para que no les impresionase profundamente aquella
confianza que, por primera vez, un hombre blanco, y además inerme, les
demostraba.
Al principio,
mil dudas los habían acosado: «Es un marabuto, no se puede negar; pero es
cristiano, no musulmán. ¿Por qué entonces ha dejado a los suyos para vivir
entre nosotros? Da limosna y no pide, ¿cómo es posible? ¿Y por qué esto? ¿Y por
qué aquello?».
Pero luego,
aquellas preguntas dejaron de preocuparles. Bastaba una conversación con él
para que toda desconfianza se amortiguase.
A medida que
fue pasando el tiempo, Carlos se convirtió en el consejero de cada uno de
ellos, casi podríamos decir en su director espiritual. Porque si bien es verdad
que la fe en Cristo les separaba, la fe en Dios les unía, y a todos cuantos se
dirigían a él, les recordaba la ley primitiva, la cual les era común, la ley
del Sinaí, que manda adorar a Dios y practicar sus mandamientos.
Se la recordó
también al aménokal cuando, en octubre, haciendo la misma vida que sus
guerreros, llevó a pastar los camellos en la raquítica hierba que un poco de
lluvia había hecho nacer en los bordes de Tamanrasset. Pronto los dos se
sintieron unidos por una profunda amistad. Una amistad de tal calidad que, en
el corazón de Moussa, surgió la convicción de que había encontrado a un hombre
de Dios. Reconocer en el padre Foucauld a un hombre de Dios y desear tenerlo
como su guía y maestro fue para el jefe supremo del Hoggar la más lógica de las
conclusiones.
De este modo
Carlos de Foucauld, francés y sacerdote de Cristo, se convirtió en octubre de
1905, y lo fue durante todo el resto de su vida, el íntimo consejero y
prácticamente el «capellán» de un jefe tuareg, ferviente seguidor de Mahoma.
Cuando Moussa
le contaba su preocupación por cierto relajamiento que advertía en los
sentimientos religiosos de sus tuareg, el padre Foucauld le recordaba la
necesidad de adorar la voluntad del Altísimo y tratar de conocerla lo más
perfectamente posible «porque cuanto mejor se la conoce, más se la ama, más
fielmente se cumple». Por lo tanto: orar, orar mucho, practicar el ayuno y la
limosna, ejercitar las virtudes, reprimir el mal, honrar el trabajo, purificar
la familia, enseñar a los niños a desear el bien.
Otras veces el
aménokal le confiaba sus aprensiones sobre la suerte del pueblo tuareg,
perennemente amenazado por el hambre, y Carlos le aconsejaba que, todos ellos
unidos, desarrollaran la agricultura y la ganadería a lo largo y ancho del
país.
Hay que mantener la paz en el Hoggar |
Las ideas de
Carlos de Foucauld sobre el colonialismo francés eran, más que claras,
previdentes: «El imperio francés en
África del noroeste -escribía en sus apuntes-, confirmado por la ocupación de Marruecos y la unión de Argelia con el
Sudán, gracias a la conquista del Sahara, será para Francia causa de fuerza o
debilidad, según sea bien o mal administrado. Tiene treinta millones de
habitantes, que, dentro de cincuenta años, gracias a la paz, estarán
duplicados. Entonces se hallará en pleno progreso material, rico, cruzado por
ferrocarriles, poblado por gente que conocerá el uso de nuestras armas,
habituadas a nuestra disciplina y cuya flor y nata se instruirá en nuestras
escuelas. Si no sabemos unir a nosotros aquellas gentes, nos echarán. No
solamente perderemos el imperio, sino la misma unidad que le habremos dado se
volverá contra nosotros. Será entonces un vecino hostil, terrible, bárbaro».
Su concepto de
lo que deben ser las relaciones entre los países colonizadores y los pueblos
que les están sometidos, lo sintetizó en esta sencilla frase, tan breve como
clara: «Una nación tiene, respecto a sus
colonias, los deberes de los padres hacia los hijos: convertirlos, con la
educación y la instrucción, en iguales o superiores a sí mismos».
En constante
contacto con los tuareg, desde el jefe supremo hasta los mendigos, pasó varios
años. Al mismo tiempo, Carlos recogía poesías, cuentos, proverbios y componía
una gramática de la lengua tuareg. Cada año, subía al norte, a Ghardaia, para
confesarse, entrar en retiro y pedir consejo a monseñor Guérin. A continuación
pasaba algunos meses en Beni Abbés con sus antiguos amigos franceses y árabes,
que acudían corriendo a la Khaoua.
De cuando en
cuando, el eterno indeciso, Paul Embarek, desaparecía. Eran los períodos más
dolorosos para Carlos porque no podía celebrar la santa misa, ni adorar al
Santísimo. Por fin, un día le llegó el permiso de la Santa Sede para decir la
misa sin ministro. Fue un día de alegría inolvidable.
Se estaba en
lo más agudo del hambre de los años 19071908. No llovía desde hacia diecisiete
meses. «Es hambre negra -escribía
Carlos- para un país que vive todo de la
leche y donde los pobres viven exclusivamente de ella. Las cabras están tan
secas como la tierra, y las personas tanto como las cabras».
Una vez al
día, Carlos reunía alrededor de su casa a todos los niños de la meseta de
Tamanrasset, y hacía que comiesen hasta que saciasen el hambre. La mayoría de
las veces sucedía que «viendo a aquellos
mocosos masticar tan alegremente -escribió Laperrine- el padre de Foucauld no tenía valor para retirar su parte».
Al fin sucedió
que Carlos, al privarse también de lo necesario, enfermó gravemente. «Sin toser, sin tener ningún dolor en el
pecho -comunicó a su hermana-, el más
pequeño movimiento me produce un cansancio tan grande que casi me desvanezco.
Hace un día o dos temía que fuera el fin...». Enterado de las condiciones
desesperadas en que se encontraba, Laperrine se apresuró a enviarle la única
medicina que juzgó le sería útil en aquel momento: un cargamento de víveres.
Al mismo
tiempo llegó la comunicación de la Santa Sede. Porque no era sólo el pan de la
tierra lo que le faltaba sino, sobre todo, el pan de la Eucaristía.
Se había
sentido muy próximo a la muerte en aquel año 1908. Si hubiese sido el fin, ¿qué
hubiera quedado de su ideal? Ningún compañero había acudido a sus reiterados
llamamientos...
Cuando las
primeras lluvias de otoño aplacaron el hambre, partió para Francia con un nuevo
proyecto: encontrar, costara lo que costase, la adhesión de alguien, al menos,
a una unión de hermanos y hermanas del Sagrado Corazón de Jesús, una especie de
tercera orden, a la cual confiar su patrimonio espiritual, con la esperanza de
que algún día llegase alguien para ser su compañero o para reemplazarle.
Encontró la adhesión en su prima Maria de Bondy, de su hermana María de Blic y
de pocas personas mas... Hará más adelante otros viajes a Francia, siempre con
el mismo objeto; pero cuando él muera, una asociación para la plegaria, fundada
por la unión, contará apenas con una cincuentena de afiliados.
La soledad en
que se veía obligado a vivir la vida de Nazaret siguió pesándole dolorosamente en
el corazón. Por fin, un día pareció que su gran esperanza iba a realizarse.
Estaba en Ghardaia, con monseñor Guérin, cuando supo que el hermano Michele, un
joven bretón que había sido zuavo y entonces desempeñaba el cargo de coadjutor
de los Padres Blancos, deseaba seguirle. Inmediatamente lo llevó consigo a Beni
Abbés. Pero la severa vida de anonadamiento de la «Khaoua del Sagrado Corazón»
comenzó a minar la salud del neófito.
Algunos meses
más tarde partieron para el Hoggar. Al llegar a ln-Salah tuvieron que detenerse
porque el hermano Michele necesitaba descanso. ¿Sólo descanso? Hubo de ser
hospitalizado y el médico fue tajante: imposible que siguiese hacia el Hoggar,
porque moriría en el camino.
Así fue como
Carlos, cuando llevaba un compañero al desierto, el primero de sus hermanitos,
tuvo que continuar el resto del camino solo.
UN ENCUENTRO CADA VEZ MAS PROFUNDO
UN ENCUENTRO CADA VEZ MAS PROFUNDO
En 1910 hubo
otra vez una gran sequía. Los tuareg se lanzaron por sus escabrosos montes, en
busca de los pastos que pudiera haber en las cimas. En la meseta de Tamanrasset
quedaron sólo los haratinos. Carlos decidió entonces construir un eremitorio en
lo más alto del Asekrem, un monte de 2.700 metros, en el cual habían acampado
los tuareg.
Cuatro días de
camino por gargantas abismales, entre gigantescos salientes de rocas negras,
azules, rojas, hasta alcanzar la base de un pared de cien metros de altura. No
quedaba más remedio que escalaría para llegar a la cima plana, pelada, cubierta
de piedras verdes, magnificas, y en la cual, constantemente, se oía el silbido
o el ulular del viento impetuoso. Allá arriba, frente al espacio inmenso, en el
cual, las cumbres de todos los montes del Hoggar se lanzaban hacía el cielo en
un caos fantástico, Carlos construyó su nuevo eremitorio: la capilla y una
diminuta habitación.
«Estoy absolutamente sólo en lo alto de este
monte, el Asekrem, y la vista es maravillosa: la más extraña combinación de
cimas, agujas rocosas y piedras fantásticamente amontonadas que he contemplado
jamás».
Pero el
espectáculo más agradable estaba a sus pies, en aquellas pendientes que, a la
menor señal de lluvia, se cubrían de hierba perfumada, porque allí los tuareg
habían plantado sus tiendas de cuero rojo, aquellos tuareg que, todos los días,
subían hasta su eremitorio y luego descendían, repitiendo más o menos las
palabras que en 1907 había dicho una de sus mujeres, de noble casta, de la cual
Carlos salvó cinco hijos durante el hambre: «es tremendo pensar que, a su
muerte, un hombre tan bueno irá al infierno porque no es musulmán…». Y por el
marabuto cristiano rezaban a Alá y respetaban con mayor empeño la voluntad de
Dios según la ley del Sinaí, tal como Carlos les enseñaba.
Al cabo de
algún tiempo, se unió a él Ba Hammou, el secretario de Moussa. El aménokal, en
señal de amistad, se lo había «prestado» por unos meses, pues sabia que le iba
a ser muy útil. Ba Hammou era, en efecto, un pozo de sabiduría etnográfica y
lingüística. Carlos lo aprovechó para trabajar con él en la compilación de un
diccionario tuareg-francés.
Cuando el
invierno se anunció soplando violentas ráfagas glaciales sobre la cima del
Asekrem, Ba Hammou empezó a gruñir que de aquel «veraneo» tenía ya bastante. Al padre
Foucauld no le quedó más remedio que bajar a Tamanrasset.
La Fragata |
«¿Qué estas
escribiendo? ¿Qué significan esas figuras que pintas?».
El padre
Foucauld les explicaba lo que las imágenes sagradas representaban y les leía un
trozo del Evangelio, sobre todo las parábolas. Los tuareg cada vez sentían más
admiración por su santidad.
Ocurría de vez en cuando que el hospitalario
eremita de Tamanrasset, el hermano de los pastores nómadas, el siervo de los
pobres, pasaba a ocupar un puesto principal en los asuntos del país, se
convertía en árbitro de las controversias que surgían entre Francia y el
Hoggar. Como cuando el general Laperrine decidió transportar varias toneladas
de material a Tamassinine, en la frontera con Tripolitania, donde acababa de
ser construido Port Flatters.
Para una
expedición de tal importancia, en aquellas regiones salvajes y sin carreteras,
era preciso servirse de casi todos los camellos de Hoggar, enrolar algunos
centenares de hombres y proveer a su subsistencia durante varios meses.
Laperrine encargó a Carlos que obtuviese los camellos y los hombres del
aménokal y éste, no sólo accedió a la petición, sobre todo porque le había sido
hecha por medio de su consejero, sino que se declaró dispuesto a guiar él mismo
la gran caravana. En compensación pidió a los franceses, siempre por intermedio
de Carlos, que los meharistas tuareg fuesen pagados anticipadamente, de manera
que, al llegar a Temassinine, pudieran efectuar las compras que les fueran
necesarias. Laperrine, como esta petición estaba avalada por el padre Foucauld,
la aceptó. Sin embargo, a la hora de pagar, los franceses parecieron olvidarse
de cuál era la cifra pactada. Carlos intervino entonces enérgicamente para que
l
os meharistas recibieran su justa paga, hasta el último céntimo.
os meharistas recibieran su justa paga, hasta el último céntimo.
Dassine, la poetiza del desierto |
«Quien toma
las decisiones -escribió por aquellos días Carlos de Foucauld- es Dassine...
Ella ordena sin aparecer en público. Akmed Ag Echecherif no es más que el poder
ejecutivo. Ella es muy inteligente y está al corriente de todas las cosas. El
es dinámico y lleno de buena voluntad. Ambos son piadosos. No podemos estar
mejor...».
Poetisa
exquisita y espiritual, mujer bellísima y de una elegancia refinada, todos los
guerreros del Hoggar estaban enamorados de Dassine, y más que ninguno, el
aménokal. «Dassine es luna -había cantado éste en un poema de amor dedicado a
ella-; su cuello es más inquieto que el de un potro atado en un campo de cebada
o trigo de abril. Dios la ha hecho armoniosa y llena de gracia. Como todos la
admiran, así todos la aman. Imposible a mujer alguna desposarse mientras
Dassine es libre. Ella es bella y graciosa. Sabe tocar el monocordio y cantar
con alegría...».
Pero Dassine,
aunque amiga afectuosa del aménokal, no correspondió a su amor.
«Regalaré a
manos llenas los siervos y los ganados que suben por los montes -cantó entonces
Moussa- y todos los pastos que hacen fecundas las cabras y las camellas, desde
Gougueran hasta aquí y hasta Bornou, de Arar a Afeston, para que tú estés en mi
corazón, Dassine, como el sol entre las estrellas... Pero ella, ella no vuelve
la mirada a mi, ella no me presta atención...».
Otros cien
guerreros cantaban, como el aménokal, su amor por Dassine. Y Dassine, entre
cien guerreros, eligió a Aflan. No por esto Moussa le retiró su amistad. Al
contrario, cada vez que se ausentaba, mientras oficialmente se hacía sustituir
por éste o aquél de sus lugartenientes, en la práctica confiaba el gobierno del
Hoggar en las manos de aquella mujer excepcional.
«Ella es muy
inteligente y está al corriente de todo», había escrito Carlos. Dassine, en
efecto, conocía su amistad hacia Moussa y que éste lo apreciaba hasta el punto
de haberle hecho su consejero. Ella lo aprobaba. La joven poetisa del Hoggar,
devota de Alá, fue una de las más preciosas colaboradoras del hermano Carlos de
Jesús en el Sahara.
LOS ULTIMOS MOMENTOS DE MORABITO
LOS ULTIMOS MOMENTOS DE MORABITO
Llegó 1914 que
trajo la gran guerra. Carlos se enteró un mes más tarde de haber sido
declarada. En seguida tuvo repercusiones en el corazón de África. De Argelia,
le llegaron noticias de que los guerrilleros marroquíes incrementaban sus
ataques a lo largo de toda la frontera; en Tripolitania se desencadenó un caos;
del oasis de Kufra, en Cirenaica, centro principal de la gran confraternidad de
los senusi3, la instigación a la rebeldía fue serpenteando entre los tuareg
hasta llegar al Hoggar.
En su
eremitorio, Carlos de Foucauld se estaba consumiendo: desnutrición, escorbuto,
fiebre, respiración penosa. «Señor, hágase tu voluntad y no la mía» era siempre
su oración, la misma que su madre había pronunciado en el lecho de muerte hacía
tantos años en Estrasburgo; la que él estaba viviendo desde el momento de su
conversión.
El alto mando
francés no se sentía tranquilo sabiendo que estaba en Tamanrasset, solo en su
eremitorio indefenso, que en cualquier momento podía ser aplastado por una
oleada de odio senusi.
La orden que
llegó a Carlos fue de que se retirase a Fort Motilinsky, a unos cincuenta
kilómetros al este.
La negativa
fue firme: no abandonaría jamás la altiplanice de Tamanrasset, donde vivían sus
haratinos y donde los tuareg sabían que lo encontrarían siempre.
Puesto que se
le mandaba refugiarse en un fortín, él construiría uno allí en Tamanrasset,
dentro del cual también sus amigos haratinos y tuareg encontrarían defensa en
caso de peligro.
Con la ayuda
de aquellos, levantó un verdadero fuerte. Los franceses lo proveyeron de armas,
él llevó el altar, el cáliz, el sagrario, la custodia, las vestiduras y sus
manuscritos. Dejó el eremitorio por la fortaleza; decidió y seguir viviendo en
ésta la vida de Nazaret que había vivido en el eremitorio.
Las sombras de
la noche -como ya hemos dicho- cayeron frías aquella tarde del uno de diciembre
de 1916 sobre las gargantas de los montes del Hoggar, sobre los bastiones del
fortín de Tamanrasset. Después alguien llamó a la puerta.
«¿Quién es?».
«El correo»,
contestó la voz bien conocida del haratino El Madani.
Carlos abrió
la puerta. Diez, veinte, sesenta manos salieron de la oscuridad, le agarraron
brutalmente, le arrojaron a tierra, de rodillas; luego le ataron las manos a
los tobillos, por la espalda, y pusieron ligaduras en torno a todo su cuerpo.
Eran una
treintena las sombras de los senusi que veía junto al foso que rodeaba los
muros; gente de la tribu de Ajjer, en su mayoría, que habían llegado a
escondidas, a través de las gargantas de los montes de Hoggar, en completo
silencio. Al cabo de algún tiempo vio venir algunos otros, de la dirección en
que estaba la aldea haratina: habían ido a buscar a Paul Embarek a su cabaña.
También Paul era prisionero; pero Carlos notó que no tenía amarradas las manos.
Durante media
hora -¿o fue una eternidad?- los contempló ir y venir al fortín, sacando fuera
cuanto podían robar, armas y objetos sagrados, y destrozar todo aquello que no
podían transportar. Uno solo de los senusi no tomaba parte en la razzia,
permanecía inmóvil, a dos pasos de Carlos: un muchacho que había crecido
demasiado deprisa.
«Tú cuida de
él, Sermi Ag Tohra», le habían dicho. La boca del fusil le apuntaba
constantemente, y estaba como alucinado.«Piensa que morirás mártir, despojado
de todo, tendido en tierra..., irreconocible, cubierto de sangre... muerto con
violencia...» ¿Cuándo había escrito Carlos estas palabras? Y también: «Vivir
cada instante como si debiese morir mártir esta noche... Prepararse sin cesar
para el martirio y para recibirlo sin un gesto de defensa, como el Cordero
divino...».
De repente,
uno gritó alarma. En el instante de silencio que siguió, llegó hasta los oídos
de Carlos un caminar de camellos. Eran los meharistas que, ignorantes de cuanto
sucedía, iban a recoger el correo.
Los senusi
temieron quién sabe qué ataque. Lanzando alaridos, dispararon a locas contra el
peligro desconocido. Sermi Ag Tohra, muchacho crecido demasiado pronto, perdió
la cabeza. Quizá Carlos hizo un movimiento y él creyó que quería escapar.
Quizá, simplemente, el miedo le cegó; pero no tanto que le quitase la puntería.
Apretó el gatillo.
Carlos de
Foucauld, hermanito de Jesús, se desplomó lentamente dentro de las ligaduras.
El proyectil le penetró por el oído derecho y fue a salir por el ojo izquierdo;
luego se incrustó en la pared de ladrillos rojos, a la izquierda de la puerta
del fortín.
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