sábado, 25 de mayo de 2013

Biografía del Hermanito Carlos de Foucauld 5


Hno. Carlos de Jesús, el Marabuto del Corazón Rojo
DEL HOMBRE VIEJO A LA ABYECCIÓN TOTAL
La mañana del 6 de marzo de 1897, la hermana María Fiel, lega de las clarisas de Nazaret, se detuvo mucho más tiempo del acostumbrado en la capilla del convento. Había fingido salir con las demás después de la oración en común; pero se había escondido detrás de una columna, desde donde podía vigilar a un extraño vagabundo arrodillado ante el Santísimo.
Había entrado en la capilla a primera hora de la mañana -«Un tipo que inspira poca confianza»-, cubierto de harapos y polvo, la barba sin arreglar, los pies hinchados y heridos dentro de unas sandalias con las suelas rotas,- «ha debido venir andando»- se cubría la cabeza con algo que se parecía a un turbante; sobre la espalda, una blusa con capucha a rayas blancas y azules dejaba ver unos pantalones de algodón, cuyo color podría haber sido en otra época más o menos parecido al azul: «Un tipo al que no hay que perder de vista, si no queremos que desaparezca de improviso llevándose la custodia de oro», pensó también la hermana María Fiel y, por ello, se había quedado en la sombra montando la guardia, mientras aquella figura sospechosa, inmóvil ante el altar, parecía no decidirse nunca a separar los ojos del Santísimo.
Transcurrieron tres horas. Entonces se puso en pie. «Ahora intenta el golpe», pensó la lega, preparándose para dar la alarma. Pero él, sin darse cuenta de que era vigilado, salió de la capilla y se dirigió a la puerta del convento.
El patio del Monasterio de las Clarisas 
Tocó la campana, y la Hermana Marta, la portera, se quedó asombrada al oír en un francés absolutamente correcto, sin acento ninguno, expresarse a aquel hombre andrajoso, que le dijo: «Quisiera hablar con la madre abadesa».
Al llegar a este punto de nuestra narración, ni siquiera las vitrinas del mayor anticuario de París podrían contener por orden cronológico -si se nos permite decirlo así- los trajes y uniformes que Carlos de Foucauld de Pontbriand ha lucido ya, así como si fueran los símbolos de las distintas fases de su vida, que incluso cambia hasta en el modo de vestir. A los ocho años se puso el uniforme del colegio diocesano de Estrasburgo. A los dieciocho, el de cadete de la Escuela Militar Especial de Saint-Cyr. A los veinte, el de alumno de la escuela de caballería de Saumur. A los veintiuno, el de subteniente de Húsares (en este periodo particularmente desordenado, el smoking fue un segundo uniforme, vistiéndolo todas las noches). A los veintidós, vistió el de subteniente de Cazadores de África. A los veinticinco, una exótica vestidura sirio-argelina, mientras fingía ser el rabino moscovita Joseph Alemán. Poco después, en el papel de rabino Couvaud, se puso la más modesta de hebreo marroquí. A los treinta y dos años, tomando el nuevo nombre de hermano María Alberico, se cubrió con el hábito trapense. Siete años más tarde, una vez abandonada la Trapa (momento en que le encontramos a las puertas del convento de la clarisas de Nazaret), ha cambiado otra vez de nombre, se llama hermano Carlos de Jesús y también ha variado de vestiduras: ahora lleva andrajos, como el más miserable de los mendigos de Palestina. Única señal de distinción: un rosario de cuentas muy gruesas suspendido de la cintura.
Había desembarcado en Jaffa el 24 de febrero, y sin una moneda en el bolsillo, se puso en camino hacia el sur, hacia Belén y Jerusalén, en peregrinación; después fue hacia el norte, hasta Nazaret, la meta tan largamente soñada. Había hecho doscientos kilómetros a pie en ocho días.
Llegó a Nazaret hambriento, extenuado, herido, marcado con llagas sangrientas producidas por el empedrado de los caminos. Se presentó a los franciscanos de la Casa Nueva para pedirles trabajo y permiso para poder vivir a la puerta de su convento, pero aquellos frailes no tenían trabajo para darle, y le dijeron que probase a pedirlo en las clarisas.
Tal era la razón de que se encontrase en el locutorio de paredes encaladas, con una mesita, una silla y, delante de él, la verja de hierro, tras la cual había una cortina negra sin ninguna abertura.
«Alabado sea Jesucristo», bisbisó una voz de mujer a través de la cortina.
El hermano Carlos no dijo nada de sí. Sólo pronunció aquello que dicen los que piden trabajo. Pero la abadesa, madre San Miguel, intuyó rápidamente que no se trataba de uno de tantos hombres sin ocupación cuando, después de decirle que efectivamente necesitaban alguien que les sirviese de sacristán, hiciera los recados y supiera realizar algunos trabajos manuales, le preguntó qué cantidad quería como salario, éste le contestó: «No tengo necesidad de salario, sino sólo de un poco de pan y agua, además de algún tiempo libre para orar».
No quiso alojarse en la casa del jardinero; prefirió una garita de madera, que se usaba para guardar las herramientas en el fondo del huerto, poco más grande que una garita militar. Quitó cuanto le estorbaba y, unas veces haciendo de carpintero y otras de albañil, la puso perfectamente en orden y limpia. Una lega le llevó una mesita, un banco y un catre. Pero este último terminó retirado en un rincón, pues Carlos dormía en el suelo.
Terminado el arreglo, elevó la barraca a la dignidad de ermita y la dedicó a nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
Comenzó entonces una nueva fase de la vida de Carlos de Foucauld, al cual le veían regularmente levantarse antes del amanecer, ir al convento de los franciscanos y permanecer en oración hasta las seis. Seguidamente volvía donde las clarisas para barrer, preparar el altar, ayudar a la misa del capellán, y poner en orden la iglesia. A lo largo del día, cavaba en el huerto o regaba la verdura, hacía los pequeños trabajos manuales que siempre son necesarios en un convento, iba a buscar el correo, pues en aquella época Nazaret tenía servicio postal, pero no cartero.
Los momentos libres los dedicaba a la oración en la capilla o a la lectura en su barraca. Leía los libros de piedad que le pasaban las monjas del convento y los de teología que le mandaban de Francia sus familiares. Únicamente los domingos aceptaba el mismo desayuno frugal de las clarisas; los otros días de la semana hacía sólo dos comidas, de pan duro y agua.
La abadesa, informada de aquello por las legas, mandó varias veces que le llevasen almendras e higos secos para hacer un poco más agradables las austerísimas comidas; pero se enteró que siempre él ponía aquellas frutas en una caja de cartón y las distribuía entre los niños y los mendigos, cuando creía no ser visto por nadie.
Un día, no se sabe cómo ni por quién, la madre San Miguel supo la verdadera identidad del hermano Carlos de Jesús; pero, respetando su silencio y deseo de ser olvidado, no le dijo ni una palabra. Sin embargo, quiso ponerle a prueba.
Se acercaba el 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración. Como todos los años, la mayor parte de los cristianos de Nazaret y de los alrededores haría dos horas de camino para subir al monte Tabor en romería. Sin embargo, esto, como otras veces, terminaría en jolgorio, con bailes y embriagueces.
La víspera de la fiesta, la madre abadesa mandó a la hermana Marta que fuera a decir al hermano Carlos que debía subir necesariamente al monte Tabor.
Carlos, que había oído hablar de aquella anual romería, tan irreverente, no sentía ningún deseo de asistir.
«No conozco el camino», trató de excusarse.
«No se preocupe, nosotras se lo indicaremos», le contestó la hermana Marta.
Carlos inclinó la cabeza, resignándose a obedecer, y se dirigió a la capilla para orar. Poco después volvió la hermana Marta.
«Tenga, hermano -le dijo-, ésta es la escalera para subir al Tabor». Le puso en las manos una escalerita de cartón, en cuyos peldaños estaban escritas, con la bonita caligrafía de las monjas, las virtudes que se deben practicar para subir a la montaña santa de Dios... La hermana Marta no pudo contener su alegre risa y el hermano Carlos le hizo coro.
Ermita Ntra. Sra. 
del Perpetuo Socorro
Creyó que las monjas habían querido burlarse de él -no sospechó que, bajo la broma, lo que habían hecho era ponerle a prueba- y se alegró de que, en el fondo, le tuvieran por simple. Porque no deseaba otra cosa que ser escarnecido y despreciado y empezaba a sufrir a causa de que las clarisas le tratasen con muchos miramientos. El hecho es que, a la vez que habían comenzado a conocerlo mejor, a través de las noticias de las legas, lo admiraban cada vez más.
«Afortunadamente no es así en Nazaret», pensó Carlos.
En efecto, cuando iba a la ciudad a buscar el correo, siempre había algún granuja que le insultaba o se reía de él, al verle vestido con aquellos pintorescos harapos. Una vez le persiguieron a pedradas, y para Carlos fue aquel un día de alegría.
«Días dichosos» como aquel, que señalaban ante él mismo las etapas de su descenso, de la renuncia llevada al extremo, de la abyección elevada a ideal, hubo muchos. Bastará recordar algunos.
El hermano Carlos de Jesús, que se cortaba el pelo él mismo, medio arrancándoselos con una vieja navaja oxidada, un día se arrodilló delante de un padre carmelita, que había ido de visita al convento, y le pidió su bendición. Aquél, al ver una cabeza tan horrible le dijo: «Amigo, ¿no tendrás por casualidad sarna?».
En otra ocasión, las monjas le encargaron que acabara con un zorro que, desde hacía algún tiempo, entraba todas las noches en el gallinero del convento y cometía grandes destrozos. Rogaron a un vecino que le prestara un fusil. Este llegó con el arma, vio a aquel criado andrajoso y despeluchado, le pareció un poco tonto y se sentó a su lado para explicarle, durante dos horas, con palabras muy sencillas, lo mismo que si hablara con un niño o un retrasado mental, el modo de disparar. Carlos de Foucauld, que había estado en dos escuelas militares, que había sido oficial y había combatido en Argelia y explorado Marruecos, le dejó la satisfacción de darle aquellas instrucciones, aceptando también todo el desprecio que encerraban. Más tarde, al anochecer, se puso al acecho detrás de un olivo, exactamente como le había sido indicado. Esperó varias horas, sin ver siquiera la sombra del zorro. Después se puso el fusil sobre las rodillas y pasó el resto de la noche rezando el rosario. Al alba, cuando volvió al convento de las clarisas, supo que el zorro había hecho su acostumbrada visita al gallinero. Todo Nazaret se rió a su costa.
Otra vez, un predicador, de paso, comió en el locutorio de las clarisas. Era tiempo de Navidad, así que los alimentos que el hermano Carlos sirvió a la mesa fueron excepcionalmente buenos y abundantes. Al final, quedaron en los platos algunos restos.
«Ahora te toca a ti -le dijo el predicador, levantándose-. Siéntate y come bien, por lo menos esta vez...»
Carlos leyó en los ojos del fraile la buena intención; pero también cierto deseo de gozar de la escena de un atracón memorable. Evidentemente le juzgaba un tragón. No quiso desilusionarle y, aunque aquellos alimentos le repugnaban, decidió comerlos. Farfulló una inacabable serie de «gracias» y se lanzó sobre los platos, cogiendo con las dos manos los restos que habían quedado en ellos, devorándolos con toda la avidez que logró fingir. ¡Le habían tratado de glotón, qué felicidad! Había descendido otro peldaño en la escala de las humillaciones.
Otro día que podía haber sido de dicha plena, lo fue solamente a medias. Se encontraba en el patio de las legas, cerniendo lentejas. Pasaron dos religiosos franceses y les oyó un comentario irónico a su respecto, por estar haciendo aquel trabajo de mujer. Enrojeció hasta las orejas. Aquel rubor le quitó la alegría de la nueva humillación. No lograba perdonárselo: «¿Por ventura Jesús se hubiera avergonzado, aquí en Nazaret, de ayudar a su madre?».
Trató, en suma, apasionadamente, día tras día, de convertirse, cada vez más, en objeto de risa, y desprecio, a fin de anular su «yo» y ser, en la mayor medida posible, una sola cosa con Cristo burlado y despreciado.
El día de Pentecostés escribió entre sus apuntes una nota dirigida a sí mismo, que años más tarde había de adquirir el dramatismo de una profecía: «Piensa que debes morir mártir, despojado de todo, tirado en tierra, desnudo, irreconocible, cubierto de sangre y heridas, muerto violentamente y dolorosamente.., y desea que sea hoy...».
¿Qué más podía hacer Carlos de Foucauld, que no hubiese hecho ya en aquellos primeros meses pasados en Nazaret, para arrancar de lo profundo de su ser las raíces del «hombre viejo», de que habla el apóstol Pablo? Sin embargo, él pensaba que no había logrado toda la expoliación de sí mismo que debía. Por ello, del 5 al 15 de noviembre entró en retiro: de la capilla a la barraca, en el más absoluto silencio, siempre en meditación y plegaria.
Esta subida a la montaña de Dios, hecha de mortificaciones, ayunos, vigilias y una pasión siempre ardiente de ser despreciado, no pasó inadvertida a las clarisas, las cuales le seguían, en todos sus detalles, a través de las noticias que llevaban las legas, quienes eran las que trataban con él.

LA MADRE ABADESA
Madre San Miguel
La abadesa, madre San Miguel, quiso conocer al hermano Carlos más íntimamente, para lo cual mantuvo con él una serie de conversaciones a través de la cortina negra que cubría la reja. Nació así entre los dos, y paulatinamente se fue reforzando, un vínculo espiritual extraordinario, sin que sus ojos se llegaran a ver jamás.
 En un determinado momento, la madre San Miguel informó del caso a sor Isabel del Calvario, abadesa de las clarisas de Jerusalén, la cual también quiso conocer personalmente a Carlos. Cuando éste llegó ante la reja -corría julio de 1898-, ella comenzó a interrogarle y Carlos le contó a grandes rasgos toda su vida.
La madre Isabel le retuvo algún tiempo junto a su monasterio: «Nazaret no se ha equivocado -dijo, cuando concluyó su examen-; verdaderamente es un hombre de Dios: tenemos en casa un santo». Seguidamente, de acuerdo con la madre San Miguel, empezó la tarea de convencerle para que se hiciera sacerdote.
Como se suponía, Carlos rechazó inmediata y decididamente aquella proposición. Pero insistiendo un día y otro, repitiéndole que no tenía derecho a enterrar los talentos que Dios le había concedido, la abadesa advirtió, con enorme alegría, que se abrían las primeras grietas en la coraza de su resistencia. El continuaba afirmando su indignidad, diciendo que no creía posible una conciliación entre el ministerio sacerdotal y su vocación al último puesto, a la abyección; pero ya había comenzado a admitir que quizá pudiera aceptar la idea de hacerse sacerdote si hubiera tenido la certeza de poder permanecer humilde y pobre, ignorado y despreciado.
Dos años más tarde, el 9 de junio de 1901, después de un retiro en su querida trapa de Nuestra Señora de las Nieves, entre los fríos montes de Vivarais, en Francia, monseñor Montéty, obispo de Viviers, le impuso las manos para ordenarle sacerdote. La madre San Miguel y la madre Isabel del Calvario, que habían sido intérpretes de la voluntad de Dios, veían realizadas su esperanza. Carlos se había puesto una nueva vestidura, esta vez la negra sotana del sacerdote, que añadía a la larga serie de sus trajes.

SACERDOTES PARA LAS OVEJAS MAS ABANDONADAS
Sacerdote con su sobrino
A los cuarenta y dos años cumplidos, una nueva vida se abría ante él. Era sacerdote de la diócesis de Viviers; pero, en principio, se había asegurado una completa libertad para residir fuera de la misma. ¿Dónde?
No existía problema de elección para él. Sabía perfectamente, desde mucho tiempo atrás, a qué lugar se dirigiría. «En la soledad de la preparación al diaconado y al sacerdocio -recordará más adelante- comprendí que aquella vida de Nazaret, que consideraba como mi vocación, debía vivirla no en Tierra Santa, tan amada, sino entre las almas más enfermas, las ovejas más abandonadas. Este divino banquete, del cual yo iba a ser ministro, era preciso ofrecerlo no a los parientes, ni a los ricos vecinos, sino a los cojos, a los ciegos, a los pobres, es decir, a las almas sin la ayuda de un sacerdote».
¿África, entonces? Precisamente, no podía ser otro lugar que «su» África. Tanto más cuanto que habían sido los musulmanes de Marruecos, sin querer, los primeros en orientarlo hacia Dios. Ahora quería devolverles el ciento por uno. Era entre ellos donde deseaba ser testigo del verdadero Dios. Los recuerdos de dieciocho años atrás afloraban claros en su mente: «En el interior de Marruecos, tan extenso como Francia y con diez millones de habitantes, no hay un solo sacerdote. En el Sahara, siete u ocho veces mayor que Francia, y bastante más poblado de lo que en un tiempo se creyó, apenas se encuentran una docena de misioneros. Ningún pueblo me parece más abandonado que éste...».
Sabía que, después de la muerte del sultán Muley Hassán, la situación en el interior de Marruecos se había hecho todavía más caótica y que toda la frontera argelino-marroquí estaba en llamas. Exceptuadas las localidades donde había una fuerte guarnición francesa, pocos oasis argelinos situados en las proximidades de la frontera con Marruecos se podían considerar a cubierto de las incursiones de los guerrilleros marroquíes.
Solamente muy al sur, en el corazón profundo del Sahara, los franceses habían hecho algún progreso, completando la ocupación, entre otros, de los oasis de Saoura, habitados por una de las más extrañas poblaciones de origen árabe, negra y hebrea. Ahora bien, aquellos oasis -Carlos lo sabía perfectamente- se extendían hasta las fronteras del sur de Marruecos.
Era allí donde debía ir. Y su sueño -siempre impedido, pero jamás abandonado, de fundar la Congregación de los Hermanitos de Jesús- se unió a la nueva decisión: «Nosotros fundaremos junto a la frontera marroquí no una trapa, no un grandioso y rico monasterio, no una empresa agrícola, sino una especie de humilde eremitorio, donde pocos monjes pobres podamos vivir con una escasa cantidad de fruta y trigo, cultivados con nuestras propias manos, en una rigurosa clausura, haciendo penitencia y adorando al Santísimo, sin salir jamás de los límites del eremitorio, sin predicar jamás; pero ofreciendo hospitalidad a quien la pida, bueno o malo, amigo o enemigo, musulmán o cristiano... Creo que habéis comprendido lo que yo quisiera: construir una zaouia de oración y hospitalidad, para hacer irradiar el Evangelio, la verdad, la caridad, a Jesús».
Era tal su amor a Marruecos que, para denominar el eremitorio que soñaba, no dudaba en emplear una palabra árabe: zaouia, que significa «centro de una fraternidad religiosa musulmana».
En septiembre de 1901, Carlos de Foucauld desembarcó en Argel; pero en seguida sus proyectos encontraron serias dificultades. El Saoura era todavía considerado zona de operaciones y los militares no soportaban la llegada de civiles. En cuanto a sacerdotes, el gobernador general de Argelia era absolutamente contrario a que pusieran allí los pies, por temor, decía, a indisponer todavía más a los musulmanes. Si además un clérigo se presentaba, como Carlos de Foucauld, anunciando su intención de fundar una nueva congregación, esto todavía hacía más categórica la negativa.
Sacerdote para las ovejas
mas abandonadas
Por fortuna, Carlos encontró en Argel a bastantes de sus antiguos compañeros de armas, algunos de los cuales ocupaban importantes puestos de mando en África del Norte. Fueron éstos quienes consiguieron allanar, una tras otra, todas las dificultades. Así que, después de haber estado cerca de un mes en descanso forzoso, Carlos obtuvo permiso para ponerse en viaje hacia los oasis del Saoura, exactamente hacia Beni Abbés, ya que éste, según las informaciones que le habían dado, era el que mejor se adaptaba a sus planes, pues comprendía algunos poblados indígenas, se alojaba en él una guarnición francesa, ni un solo sacerdote había en sus proximidades y por añadidura era el más cercano al sur de Marruecos.
Carlos, para emprender el camino, se puso una nueva vestidura, esta vez la misma de los indígenas saharianos: una blanca gandourah y un cheché de igual color. Únicamente llevaba dos signos que le distinguían: un grueso rosario de cuero pendiente de la cintura y un gran corazón rojo, sobre el cual había una cruz también roja, colocada en el pecho de la blanca gandourah.
Tomó un viejo tren que, traqueante y lento, llegaba hasta unos pocos kilómetros antes de Figuig, un oasis más bien turbulento. De allí en adelante no había más que un camino que, marchando paralelo a la invisible frontera de Marruecos, conducía a Beni Abbés.
Carlos quiso hacer el camino a pie; pero se lo impidieron. «No son éstos lugares por los cuales se pueda andar según el gusto de uno. !A caballo, monsieur l'abbé!».
Carlos aceptó el caballo y se puso en camino confiado a las escoltas de un lugarteniente, que regresaba de permiso, y un grupo de soldados indígenas.
No les acompañaremos en su viaje a través de las dunas del Sahara. Mejor esperarles a las puertas de Beni Abbés, donde el círculo de peladas colinas del desierto se abre y se descubre a la mirada de quien llega, al otro lado de una llanura de aridez lunar, la cinta brillante de las aguas del oued Saoura, que suaves y caudalosas, envuelven un bosque de siete u ocho mil palmeras verdes oscuras; desde aquí, un espolón de roca amarilla prorrumpe gigantesco hacia el cielo.
Si Carlos de Foucauld pensaba vivir en el Sahara más oculto que en Nazaret, pronto le fue quitada esta ilusión. El capitán Regnault, que mandaba la guarnición local, salió a su encuentro en compañía de todos los oficiales y, desde los tres poblados, escondidos entre los huertos y los árboles frutales del encantador oasis, vinieron los jefes de aquel millar y medio de habitantes, de raza mitad negra y mitad bereber.
Su fama de húsar brillante, valeroso soldado del cuerpo de Cazadores de África e intrépido explorador de Marruecos, había llegado unos días antes que él. Ya podía presentarse, estrechando las numerosas manos que se le tendían, como «hermano Carlos de Jesús». Intento inútil. Le habían bautizado ya a su manera, apenas recibieron de Argel la noticia de que le iban a tener entre ellos: los franceses le llamaban «padre Foucauld» y los árabes «marabuto del corazón rojo». Los unos querían que se alojase en el fortín y los otros en los poblados.
Pero el fortín, aunque austero, era demasiado confortable y las aldeas demasiado floridas. Su puesto estaba fuera del fortín y fuera de las aldeas, en pleno desierto, solo ante Dios, pero al mismo tiempo no demasiado lejos de aquellos hombres que tenían necesidad de él. Es más, encontrándose cerca de la frontera entre Argel y Marruecos, su puesto no podía estar más que en el lugar de división entre franceses y árabes, entre cristianos y musulmanes.
Inspeccionó la zona y, a menos de un kilómetro de Beni Abbés, descubrió que un vasto rellano, árido y quemado por el sol, terminaba en una hondonada. Descendió por la difícil cuesta, entre el silencio de las piedras agostadas por el sol y, al llegar hasta la mitad, se detuvo: desde aquel lugar no se veían ni las torretas del fortín, ni las copas de las palmeras; los montículos de las dunas cerraban el horizonte, y ante los ojos no tenía más que el paisaje desolado y la bóveda del cielo. Carlos miró hacia abajo, hacia el fondo, y divisó algunos escuálidos matorrales. Buena señal: allí, en algún tiempo, debió haber pozos de agua. Bien, su eremitorio lo construiría en aquel lugar, en la mitad de la cuesta, en el escenario dantesco que le rodeaba.
«Para recibir la gracia de Dios -escribió aquella misma noche a un amigo trapense- es preciso vivir algún tiempo en el desierto: aquí es donde uno se vacía, se desembaraza de todo aquello que no es Dios, se libera completamente la habitación de nuestra alma para dejar el sitio sólo a Dios. Los hebreos pasaron por el desierto; Moisés vivió en él antes de ser encargado de su misión; San Pablo, San Juan Crisóstomo, también fueron preparados en el desierto... Es un tiempo de gracia, una condición por la cual el alma que quiera dar fruto debe pasar necesariamente. Es preciso este silencio, este olvido de todo lo creado, pues en él Dios edifica su eremitorio y crea el espíritu interior... Subid todavía más arriba: mirad a San Juan Bautista, a nuestro Señor mismo. El no tenía necesidad; sin embargo quiso darnos ejemplo...»
Después escribió también a su prima María de Bondy. para pedirle dinero. Necesitaba un millar de francos destinados a comprar al caíd de Beni Abbés el árido terreno de la cuesta, porque justamente a lo largo de aquella pendiente esperaba encontrar un poco de tierra cultivable. El dinero llegó pronto y Carlos puso manos a la obra. Tenía que levantar el pequeño eremitorio, cavar la tierra para plantar un huertecillo, poner de nuevo en funcionamiento los viejos pozos del fondo de la hondonada y plantar en torno de éstos algunas palmeras y olivos. Comprendió bien pronto que él solo no lograría hacerlo. Pero el capitán Regnault, sospechando la misma cosa, le envió varios soldados para que le ayudasen, al menos, a preparar el adobe.
 Zaouia de oración y hospitalidad
Lo primero que construyó fue la capilla. No se parecía en nada a una iglesia,
 ni siquiera a la más mísera del más olvidado valle de Europa. Si no hubiese sido por la pequeña cruz de madera que tenía en el tejado, no se la habría podido distinguir, externamente, de las demás chozas árabes de aquellos contornos. Por dentro no se diferenciaba en absoluto de las cinco habitaciones que se estaban levantando a su alrededor. Una de éstas estaba destinada a celda de Carlos, otras dos para los huéspedes que pudieran llegar y las restantes para los hipotéticos compañeros que, en su sed de unidad en la caridad, esperaba siempre que se agregarían a él.
Bien pobre cosa era la iglesia construida; pero no dejaba de ser la casa del Señor, y Carlos la describió entusiasmado a su prima Maria de Bondy: «Por dentro está recubierta de mortero gris oscuro, o mejor gris perla muy oscuro, gris negro en suma; un bonito color natural. Tiene cuatro metros de altura. El cielo raso, o, mejor dicho, el techo, es horizontal, hecho con gruesas vigas de palmera. En conjunto resulta rústica, bastante pobre; pero armoniosa y bella. Para sostener la construcción hay en el centro cuatro troncos de palmera, verticales. Con su rusticidad producen un bellísimo efecto y encuadran muy bien el altar. En la parte del Evangelio hay colgada una lámpara de petróleo que me da luz por la noche e ilumina el altar. Este, desmontable, de madera blanca, fue hecho, de acuerdo con mis indicaciones, en Nuestra Señora de las Nieves, y lo traje conmigo. Es una mesa sostenida por cuatro gruesas patas cuadradas y en su centro se halla el sagrario. La cruz es de cuero sobre ébano, bellísima: regalo de la abadesa de las clarisas de Jerusalén. Del techo pende un dosel, a modo de cortina, de tela gruesa, verde oscura, absolutamente impermeable, para resguardar el altar y la peana de la lluvia. El techo protege más del sol que del agua. El suelo está cubierto de una capa de arena roja de diez centímetros de espesor: en este país, arena la hay a montones...».
El 1 de diciembre de 1901, Carlos celebró por primera vez la misa. «Quien no ha asistido a aquella misa -contó después el viejo soldado que le ayudó, no sabe lo que es una misa. Cuando pronunció el Domine, non sum dignus, el padre Foucauld puso tal acento, que los presentes lloraron con él...».

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