viernes, 24 de mayo de 2013

Biografía del Hermanito Carlos de Foucauld 4

Hermano Carlos de Jesús
ÚLTIMO A TODA COSTA
El sobre presentaba un montón de sellos de colores vivos, en los cuales se veía la media luna turca. Hacía meses que María de Foucauld, esposa del señor de Blic, esperaba aquella carta.
«El trabajo más duro -leyó, entre otras cosas, y fue el párrafo que la impresionó más- es el de la tierra. En invierno se talan los bosques, en primavera se podan las vides, en verano se siega el heno y se recoge el grano. Anteayer precisamente hemos terminado de segar. Un trabajo de labradores, en suma, inmensamente bueno para el alma, la plegaria y la meditación. Después de este trabajo -más pesado de cuánto se puede imaginar, sobre todo para uno como yo, que jamás lo ha hecho- se siente compasión de los pobres, caridad hacia los obreros, amor por los trabajadores...
Se conoce el precio de un pedazo de pan cuando se prueba cuánto sudor cuesta producirlo. ¡Se aprende a tener compasión de aquellos que trabajan, al compartir fatigas!...»
Trapa de Nuestra Señora de las Nieves
La carta estaba firmaba por el hermano de la señora Blic, el antiguo vizconde Carlos de Foucauld de Pontbriand, ahora más sencillamente fray María Alberico, y procedía de la lejana trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, en Siria, lo que en aquél entonces equivalía a decir del imperio otomano.
Fray María Alberico estuvo sólo seis meses en la trapa de Nuestra Señora de las Nieves, enclavada en los helados montes de Vivarais. («Parecía un ángel en medio de nosotros», escribía de él el padre abad, don Martín). Después no se le quiso hacer suspirar más por la pobrísima trapa del Asia Menor y, en junio de 1890, el novicio pudo dejar la escoba junto al cogedor de basura y dirigirse a Marsella, donde embarcó hacia Oriente. El 9 de julio desembarcaba en Alejandreta. En el puerto, bajo un cielo de metal fundido, le esperaba el padre Etienne, con la blanca túnica empapada de sudor. En silencio, los dos subieron a la grupa de sendas mulas y, escoltados en el primer trecho del camino por un pelotón de guardias turcos y después por varios guerreros curdos, avanzaron hacia el interior.
La fecha era la de un día de fin de verano de 1891. Carlos, como le seguían llamando en la familia, estaba allí desde hacía más de un año.
El camino ascendía con rápida pendiente por entre las montañas de Amanus, vigilado desde lo alto por las torres espectrales de antiguos castillos en ruinas. El paisaje sombrío, que recordaba al áspero y desolado del Pequeño Atlas, la escolta armada que caminaba con cautela a su lado, los jinetes de mirada huidiza que se cruzaban con ellos, las caravanas de lentitud exasperante que a veces cerraban el paso, los bosques infectados de bandidos, el sol que había bajado hasta la altura del horizonte: todo hacia revivir en la mente de Carlos una parte de su aventura marroquí. Si no hubiese sido por la vestidura que llevaba -el hábito cisterciense de fray María Alberico y no el pintoresco disfraz del rabino Couvaud- la similitud de lugares y circunstancias le habrían hecho creer que verdaderamente se acababa de despertar de un largo sueño para encontrarse, algunos años atrás, y a millares de kilómetros de distancia, sobre un camino prohibido en la tierra del Sultán Muley Hassan.
Cabalgaron dos días y dos noches, con breves descansos para dormir. Subieron a la cima de la colina de Beilán y descendieron por la otra vertiente hasta el poblado de Akbés, asomado a una vertiginosa pared cortada a pico. Bajaron por un lugar donde la verticalidad era menos pronunciada, siguiendo un camino de mulas apenas marcado en la roca, y alcanzaron el fondo del horrible precipicio. Recorrieron un largo trecho de la estrecha garganta, treparon por el lecho de un arroyo sin agua en aquellos momentos, y desembocaron al fin en un amplio valle, dulcemente extendido a ochocientos metros de altura, pero cercado de montes impenetrables, que erguían sus cimas de roca gris, horadadas por cavernas, más altas que los sombríos bosques de pinos marítimos, encinas gigantes y olivos silvestres, vivienda de perdices, venados y bandidos, reserva de caza -durante el invierno- de los lobos, panteras, osos y jabalíes.
Si el hosco paisaje, que los había acompañado durante el largo camino desde Alejandreta hasta allí, hizo recordar a Carlos algunas regiones de Marruecos, aquel valle insospechado y que aparecía repentinamente ante sus ojos, verde de pastos, dorado de mieses y alegre de árboles frutales, le trasladó, como por arte de magia, a los años de su infancia, en un valle de los Vosgos, cuando su pequeña mano iba cogida de la mano grande y buena del abuelo Morlet, coronel de artillería retirado. Pero poco después, los ojos del novicio encontraron dos detalles que le volvieron bruscamente a la realidad: una empalizada alta y sólida, protegida con espino, construida alrededor de todo el valle, en los limites con el bosque, para impedir las incursiones de las fieras; y en el centro, un poblado de barracas, hechas con madera y barro, cubiertas con ramas, muy semejante a los pueblos de los buscadores de oro del Far West, de los cuales Carlos había visto algunas fotografías.
Akbes
Aquella era la trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. «Es una babel de graneros, establos, chozas, unidos los unos a los otros por miedo a los ladrones y a las fieras, a la sombra de árboles inmensos», escribió Carlos en una de sus cartas. En otra explicó: «Hace treinta años, este lugar estaba habitado; la comarca, ahora desierta, era populosa. Pero, a causa de una insurrección, los turcos lo arrasaron todo. Evidentemente, no pensaban prepararnos el lugar».
En 1882, los trapenses de Nuestra Señora de las Nieves, amenazados con la expulsión de Francia, enviaron a uno de ellos a buscar refugio en otro lugar. Alguien encontró aquí el refugio adecuado, en tierra Siria, en aquella cuenca perdida entre montes, donde el furor de los turcos había pasado sin dejar huella de personas y de cosas.
Entonces vinieron unos cuantos monjes desde Nuestra Señora de las Nieves, y fundaron una trapa hija, dedicada a Nuestra Señora del Sagrado Corazón, y don Luis Gonzaga, hermano de don Martín, fue el prior. Algunos curdos, bajados de las montañas, se dejaron convencer de que abandonaran el bandidaje y todos juntos pusieron manos a la obra; levantaron algunos alojamientos provisionales, protegieron el valle con la empalizada, limpiaron el suelo de ruinas y, araron la tierra cultivable. Cada año recogían cebada, trigo, legumbres, uva, algodón y fruta, cada vez con mayor abundancia.
Después de ocho años de fatigas sin descanso, el valle que se ofrecía a los ojos de Carlos, tapizado de prados limpios y de cultivos ordenados, era un encanto. Pero el monasterio -si así se podía llamar a aquel conjunto de chozas miserables- hablaba todavía el áspero lenguaje de los pioneros. En el verano, los frailes dormían en un granero que estaba encima de los establos; el olor se metía por entre las tablas mal juntas y el pataleo de los animales no cesaba en toda la noche. Para los inviernos tenían otro granero, situado sobre el refectorio, y el frío parecía una lluvia glacial desde el techo de hojalata cubierto de nieve.
«Somos una veintena de trapenses, comprendidos los novicios -escribió Carlos algún tiempo después a su hermana Maria de Blic-. Hay ganado, bueyes, cabras, caballos, asnos, cuanto es necesario para una labor agrícola en gran escala. En las barracas se alojan también una veintena de huérfanos católicos -comprendidos entre los cinco y los quince años- y una quincena de obreros laicos -curdos que abandonaron el bandolerismo para hacerse agricultores-, sin contar un número siempre variable de huéspedes, en el verdadero sentido de la palabra, pues ya sabes que los monjes son esencialmente hospitalarios... Mi alma tiene una profunda paz, una paz que desde el instante en que llegué no me ha dejado, y que cada día es más grande, si bien comprendo cuán poco es mía y cuánto, por el contrario, es un puro don del Señor».
Aquella pobreza santificada por la oración, el trabajo hecho sagrado por la regla, el encontrarse en tierra de Asia, no lejos de los lugares que habían acogido a los primeros eremitas cristianos, le entusiasmaron, hasta tal punto, que creyó -por algún tiempo- haber conseguido plenamente la sencillez de los tiempos primitivos.
LA POBREZA COMO CAMINO DE ENCUENTRO
Pero luego recordó que todavía estaba ligado al mundo por un grado de oficial de la reserva y por aquel extravagante apartamento que poseía en Paris en el número 50 de la calle Miromesnil. Se apresuró a escribir a su hermana: «También es tuyo, te lo regalo»; y al ministro de la guerra: «De nuevo presento mi dimisión del ejército francés, y esta vez definitivamente». Después, con un profundo sentimiento de alivio, comunicó a su prima Maria de Bondy: «Este paso me ha dado una verdadera alegría. Había dejado todos los bienes; pero me quedaban dos impedimentos miserables: el grado y una pequeña propiedad. Me siento feliz de haberlos arrojado también por la ventana».
La semana del 2 de febrero de 1892 -el alba no había despuntado todavía sobre la fiesta de la Candelaria- fray María Alberico hizo voto de pobreza, castidad y obediencia en la Orden de los cistercienses reformados es decir, de los trapenses.
«Ya no me pertenezco en absoluto -escribió en la noche de su profesión religiosa-. Me encuentro en un estado que nunca había experimentado, si no es a mi regreso de Jerusalén. Es una necesidad de recogimiento, de silencio, de estar a los pies de Dios y de contemplarle...».
«No sabéis, señora -escribía respecto a él Don Luis Gonzaga, prior de la trapa, a María de Bondy-, qué santo compañero de viaje hacia el cielo se ha unido a nosotros... Nuestro venerado padre Policarpo, que es su director espiritual, tiene casi cincuenta años de profesión religiosa y más de treinta de superior, y me asegura que no ha encontrado en su vida un alma tan entregada a Dios...». Y le confiaba, quizá para obtener de ella una ayuda indirecta: «Quisiera que fray María Alberico hiciese los estudios de teología para ordenarse sacerdote. Pero preveo que habré de sostener una gran lucha con su humildad».
Si ése era el deseo de Don Luis Gonzaga, más ambicioso era el proyecto que abrigaba su hermano, Don Martín. Este, llegado desde Francia a la trapa de Siria en visita canónica, dijo clara y rotundamente que fray María Alberico era el más dotado para ser en un día futuro prior del monasterio de Nuestra Señora del Sagrado Corazón. Sin embargo, los dos estaban de acuerdo en que la tarea de convencerle, para que aceptase semejante dignidad, iba a ser muy difícil.
Fray María Alberico no tenía ninguna de las llamadas «santas ambiciones»; o, mejor dicho, de ambiciones nutría una sola legítima, firmísima: la ambición de estar en el último puesto siempre y en todas partes.
Los dos superiores lo comprobaron, sin lugar a dudas, al iniciar los primeros sondeos; nada más mencionárselo se declaró indigno del sacerdocio y descartó la idea de cualquier dignidad, aunque fuese religiosa, con el mismo ímpetu con que habría rechazado la tentación que pretendiera alejarle de aquella pobreza, la cual -decía- era la única capaz de acercarle a Cristo: «Experimento un gozo vivísimo al estar metido hasta el cuello entre la paja y la leña, y mi repugnancia es extrema hacia cuanto pueda alejarme de este último puesto, que he venido a buscar aquí, en esta abyección, en la cual deseo profundizar más y más, según el ejemplo de nuestro Señor...»
El «peligro» de tener que ordenarse sacerdote -es la palabra empleada textualmente por fray María Alberico- pareció alejarse cuando, además de no volver a mencionarle los estudios teológicos, le encargaron de remendar y coser los vestidos de los huérfanos acogidos en la trapa. Le pareció entonces que se le abrían las puertas del cielo. ¡Aquel trabajo si que le aproximaba a la casita de Nazaret!
Pero su felicidad duró poco tiempo. En agosto de 1892 le fue ordenado, de repente, que dejase la aguja y comenzase los estudios de teología. Desesperado, corrió ante el prior.
«No tengo vocación», insistió.
Don Luis Gonzaga le contestó, con tono terminante, que era cosa ya decidida y no había nada que objetar.
Hotel Moitessier
Fray Maria Alberico estuvo durante varios días profundamente deprimido. Después recordó que la obediencia perfecta es más pura que la más pura intención personal, y se sobrepuso. A partir de entonces, dos veces a la semana, acompañado de otro fraile trapense, recorrió a pie, ida y vuelta, el largo camino que llevaba a la aldea de Akbés -el terrible precipicio, el vertiginoso camino de mulas apenas señalado en la pared de roca casi vertical-, con objeto de acudir a la misión de los lazaristas y escuchar las lecciones del padre Destino, el superior, hijo de un antiguo ministro del rey de Nápoles y que había sido profesor de teología en Montpellier.
«La teología me interesa», escribió Carlos algún tiempo más adelante; pero nunca dijo que la amara. Le interesaba en cuanto !e hablaba de Dios y, queriendo, también podía conducirlo a Él. Pero en cuanto ciencia -no como acto de vida ni de amor- en ningún momento le produjo una chispa de entusiasmo. «Estos estudios -escribió- no valen lo que la práctica de la pobreza, de la obediencia, de la mortificación, de la imitación de nuestro Señor, que me inclinan al trabajo manual. Pero como lo hago por obediencia, después de haberme resistido cuanto me ha sido posible, no hay duda de que es esto lo que el buen Dios quiere de mí en este momento».
Yendo y volviendo de la trapa a la misión de los lazaristas en Akbés, Carlos tenía mucho tiempo para pensar sobre los hechos de su vida. Poco a poco, empezó a no sentirse a gusto consigo mismo.
Recordaba que hacia algún tiempo había escrito: «Cuanto más das a Dios, más devuelve El. Creía, al dejar el mundo, haberlo dado todo; pero en la trapa he recibido mucho más de cuanto he dado en toda mi vida». Entonces escribió estos reglones con el corazón lleno de gozo. Pero, ahora, pensar en ello le producía profunda inquietud. Había soñado y encontrado la trapa más pobre y más dura de cuantas existían en el mundo; y sin embargo aquella trapa le había ofrecido una vida tan dulce y tan fácil...
Por añadidura, la orden de estudiar le turbaba. «Para aplicarme con todas mis fuerzas en el estudio de la teología, me veo obligado a renunciar a la lectura y a pasar menos tiempo en la Iglesia... la teología me interesa, sí, y también es bella cuando se la ama... Pero sabía mucha, acaso, San José?»
A pesar de su gran tristeza, sacaba fuerzas para ironizar sobre sí mismo: una trapa, que le encaminase hacia «una honorable vida de estudio», no la había esperado ni remotamente. Mientras tanto, las palabras de san Vicente de Paúl resonaban cada día, cada hora, de la misma manera, en su interior: «Amemos a Dios, amemos a Dios; pero a costa de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente».
El sentimiento de disgusto que ya dominaba el alma de Carlos, aumentó en abril de 1893, a causa de un «Breve» de León XIII, que autorizaba a los trapenses a usar grasa y mantequilla como condimento para los alimentos de su régimen vegetariano. Más aún, la autorización tenía valor de recomendación.
Comprendía perfectamente que el Papa había dado aquel documento por la preocupación de salvaguardar, en cuanto era posible, la salud de los trapenses; y sabía también que, únicamente con este espíritu, la trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón había aceptado la invitación de Roma. No obstante, no podía negarse a si mismo que aquel hecho hacía más profundo el sentimiento que experimentaba últimamente: el de hallarse en la trapa como pez fuera del agua.
«Desde hace unas semanas -escribía a María de Bondy el exrefinadísimo sibarita en especialidades gastronómicas- no tenemos nuestra buena cocina a base de agua y sal... Ponen en los alimentos una enorme cantidad de grasa... Tú puedes comprender cuánto me disgusta esto: mortificarse menos es dar un poco menos a Dios, un poco menos a los pobres...».
Pasó algún tiempo, y la inquietud creció hasta tal punto en el ánimo de Carlos, que no tuvo más remedio que enfrentarse con el dramático interrogante que dominaba sus pensamientos: ¿podía, debía permanecer todavía entre los trapenses? En realidad, los votos que había pronunciado hasta aquel momento eran temporales; pero este hecho no era suficiente para aplacar su angustia.
Decidió pedir consejo al padre Policarpo y a sus superiores, y les habló con entera sinceridad.
«Me siento seguro -les dijo- de que mi vocación no coincide exactamente con la Orden de los cistercienses reformados».
Le pidieron que dijera cuál era la Orden a la que se sentía llamado y respondió que, en aquel momento, no existía en la Iglesia una comunidad que reuniese las condiciones que él necesitaba.

¡NAZARET, NAZARET !
«Viendo que no es posible en la trapa llevar la vida de pobreza, de absoluto desinterés, humildad -y diría también de recogimiento- de nuestro Señor en Nazaret, me he preguntado si Él me habrá dado estos deseos tan vivos para que se los sacrifique o, por el contrario, si dado que hoy ninguna congregación en la Iglesia ofrece la posibilidad de llevar la misma vida que El tuvo en este mundo, debo buscar algunas almas con las cuales fundar una pequeña congregación que reúna estas condiciones: imitar lo más exactamente posible la vida de nuestro Señor, vivir únicamente del trabajo manual, sin aceptar ningún regalo ni limosna alguna, siguiendo al pie de la letra los consejos de Cristo, no poseyendo nada, dando a todo el que pida, no reclamando nada, privándose de todo lo privable, a fin de ser lo más conforme posible a nuestro Señor y darle lo más que podamos en la persona de los pobres. Al trabajo iría unida mucha oración, pero sin oficio en el coro, ya que es un inconveniente para los huéspedes y ayuda tan poco a la santificación de los ignorantes. Las comunidades serían de pocos miembros, a la manera de los carmelitas, porque los monasterios numerosos asumen, necesariamente, una importancia material que es enemiga de la pobreza y de la humildad. Y así difundirse por todas partes, sobre todo en los países de infieles o abandonados, donde será dulcísimo aumentar el amor y los servidores de nuestro Señor Jesús...»
Esto dijo a sus superiores. Al confesor le preguntó de dónde le vendría aquel deseo tan grande de realizar su «ideal de Nazaret»: ¿De Dios? ¿Tal vez del demonio? ¿O de su fantasía? «El padre Policarpo me ha contestado que no lo piense por el momento y espere la ocasión, propicia, que Dios, si este deseo mío viene de El, lo hará surgir sin duda».
Más dura fue la respuesta del abate Huvelin, al cual había escrito para pedirle también consejo: «Proseguid los estudios de teología, al menos hasta el diaconado; aplicaos en el ejercicio de las virtudes interiores y sobre todo del anonadamiento. En cuanto a las virtudes externas, practicadlas en la perfecta obediencia a la regla y a los superiores... Para lo demás, esperemos. Sin embargo, tened presente que vos no estáis hecho, en absoluto, para guiar a los demás...».
Ante esta respuesta, fray Maria Alberico inclinó la cabeza.
«Paciencia, paciencia», pensó. Transcurrieron varios meses, sin que sucediera nada. Pero de improviso, Dios le envió la primera señal.
Fue en abril de 1894. A fray María Alberico le mandaron ir a velar el cadáver de un operario árabe católico. Apenas pisó la choza del muerto, se sintió conmovido hasta lo más profundo. A poca distancia de la trapa más pobre del mundo, descubría una miseria tan tremenda que hacía parecer riqueza la pobreza de los monjes.
«Nosotros, los trapenses -pensó entonces-, hemos renunciado al mundo, es verdad; vivimos una vida dura, es cierto. Pero este hombre que acaba de morir en este tugurio ha llevado una vida todavía más dura. Por añadidura, nosotros los frailes formamos una comunidad numerosa, nos sostenemos el uno al otro, tenemos algunas tierras y ganados; pero este hombre, para mantener a su familia, estaba solo, como San José. No poseía nada. Y si ha logrado sobrevivir hasta hoy, ha sido gracias a que vendía cada día, míseramente, el trabajo de sus brazos. ¡Qué diferencia entre esta casa y la nuestra! ¡Cómo añoro a Nazaret!».
Un año más tarde, en noviembre de 1895 hubo una terrible matanza, fue la segunda señal. Los cristianos de Armenia se sublevaron contra los turcos y éstos aprovecharon la oportunidad para intentar el exterminio no sólo de los armenios, sino de todos los cristianos, católicos y greco-ortodoxos, donde quiera que se encontrasen. En pocos meses las víctimas llegaron a ciento cuarenta mil -en Marache, la ciudad más próxima a la trapa, en dos días fueron muertos cuatro mil quinientos-, y muchos fueron mártires, en el pleno sentido de la palabra, porque murieron voluntariamente, sin defenderse, antes que renegar de la fe.
«Los europeos se hallan bajo la protección del gobierno turco, y así nosotros estamos seguros -escribió Carlos, con profunda amargura-. Pero es bien doloroso ser tratados de este modo por los mismos que degüellan a nuestros hermanos. ¡Cuánto mejor sería morir con ellos que ser protegidos por sus asesinos!».
La gran tragedia aumentó todavía más su deseo de abyección total. Si no hubiese sabido aceptar la obediencia hasta la completa negación de si mismo, no habría resistido, ni un minuto más, dentro de la empalizada que cerraba el verde valle.
Pero obedeció, una vez más se anonadó en la obediencia, Aunque desde hacía tres años no sentía otro deseo que salir de la trapa, en enero de 1896 -por obediencia- renovó los votos temporales por dos años más. No obstante, al mismo tiempo, elaboraba con todo detalle un proyecto de regla para las pequeñas comunidades que soñaba fundar y para las cuales ya había encontrado nombre: «Congregación de los Hermanitos de Jesús».
«Estas comunidades -escribió- se establecerán en las ciudades pequeñas o en los suburbios de los centros populosos, en todo caso en los barrios donde vivan los más pobres. Habitarán en pequeños alojamientos, que serán absolutamente semejantes a las más miserables viviendas del lugar, barracas o cabañas, según sean.
Cada alojamiento tendrá tres habitaciones; una reservada a la capilla, otra a los huéspedes y la tercera a los Hermanitos. Nada de sillas, ni de camas: bastará con unos bancos adosados a las paredes. En torno a la barraca habrá un huertecillo para cultivar legumbres y algunos árboles frutales.
La clausura será extremadamente severa, y el silencio deberá reinar perpetuo, roto solamente por la oración que, con el trabajo, ocupará toda la jornada. El trabajo será manual y lo más sencillo posible, tanto para sufrir la misma fatiga que la gente más ignorante como para dejar libre el espíritu para la meditación. Por el trabajo se cobrará el salario más bajo.
Trapa de Nuestra Señora del Sagrado Corazón
Como vestido se adoptará el que usen los más pobres de la región. Para la alimentación serán suficientes dos comidas: una con solo cereales hervidos en agua y sal y la otra de una libra de pan. Únicamente los domingos habrá un poco de leche, miel, mantequilla y fruta. Sin embargo, los enfermos gozarán de la mayor abundancia, porque es justo que naden en las delicias.
También la oración será "pobre": se asistirá a la misa, se adorará al Santísimo, se rezarán el ángelus, el viacrucis y el rosario; pero nada de oficio canónico: no se debe excluir de la plegaria a aquellos que no saben nada de latín...».
Carlos envió una copia de este esbozo de regla al abate Huvelin. La respuesta llegó, alarmadísima, a vuelta de correo: «Vuestra regla es absolutamente impracticable. ¡Si el Papa vaciló en aprobar la franciscana, por considerarla demasiado severa, imaginad la vuestra! ¿Debo deciros la verdad? Me asusta. Vivid a las puertas de una comunidad, en la abyección que queréis; pero no redactéis reglas, os lo suplico...».
¡Pobre abate Huvelin, qué golpe había asestado a aquel proyecto de regla!. Pero había servido para algo: rehusaba, de un modo claro, reconocer en Carlos de Foucauld el espíritu del fundador y, al fin, le daba permiso para vivir -como un solitario loco de Dios- a la puerta de cualquier monasterio.
Carlos no dejó pasar el tiempo. Inmediatamente presentó al padre Policarpo y a los superiores su petición de libertad. Estos escribieron a Roma para solicitar la autorización de Don Sebastián, el superior general de los trapenses. Cuando el 10 de septiembre llegó la respuesta, decía sólo: «El hermano María Alberico es invitado a partir inmediatamente hacia la trapa de Staoueli, donde recibirá nuevas instrucciones».
La trapa de Staoueli se encontraba situada a diecisiete kilómetros de Argel, en una meseta desierta. Era prior Don Luis Gonzaga, el mismo que hasta hacia poco había estado allí, en Siria, dirigiendo la de Nuestra Señora del Sagrado Corazón.
La alegría que sintió Carlos al ver, después de diez años, a su amada África y al abrazar a su antiguo superior, se apagó tan pronto le fueron comunicadas las «nuevas instrucciones» dadas por Don Sebastián: como última prueba debía estudiar, durante dos años, teología en Roma. ¡Dos años! Tenía treinta y ocho, y de prueba en prueba, había tenido paciencia desde hacía más de tres años. Pero de nuevo obedeció. Es más: «Obedecer es amar: es el acto de amor mas puro, el más perfecto, el más sublime, el más desinteresado, el más adorador».
En noviembre de 1896, Carlos llegó a Roma y se alojó en la casa generalicia de los cistercienses reformados, al lado de San Juan de Letrán. Poco después comenzaba los cursos de la Universidad Gregoriana.
«El trabajo manual -escribió- ahora lo hemos dejado necesariamente... No tenemos todavía edad para trabajar como San José; estamos aprendiendo a leer como el Niño Jesús...».
Mientras tanto, se acercaba la temida fecha del 2 de febrero de 1897. En aquel día, por cumplirse los cinco años de los primeros votos, las constituciones indicaban que Carlos debía, o pronunciar los votos perpetuos, o abandonar la Orden. Precisamente, mientras se encontraba cumpliendo la última prueba que le había sido impuesta, lo cual complicaba la situación: si se iba de la trapa, faltaría al compromiso de ser obediente a su superior hasta el final, y pronunciando los votos anularía, en principio, todo resultado diverso de la prueba misma.
Fue el propio Don Sebastián quien resolvió in extremis la cuestión: reunió, con carácter de urgencia, el consejo, y los dos años de prueba y de teología fueron suprimidos. Fray María Alberico, al fin, era libre de abandonar la trapa. Solamente se le rogaba que pidiera un último consejo al abate Huvelin, quien había quedado como único director de su conciencia.
«Creo que mi vocación es descender… -escribió entonces Carlos al abate-. Se me han abierto las puertas para dejar de ser religioso de coro y bajar al rango de mandadero y criado». En suma, le hizo comprender que también en la jerarquía eclesiástica quería ocupar el último puesto.
El abate, en la respuesta, le repitió el permiso para vivir con todo el ocultamiento que quería, a las puertas de un convento, si era lo que deseaba; pero le negó de nuevo, con palabras claras y terminantes, la autorización para redactar una regla para otras personas.
Era todavía septiembre cuando Carlos dejó Roma, no llevando consigo más que lo poco que le habían dado los trapenses. Poco, pero sí suficiente para embarcarse con dirección a Jaffa. De ésta, pensaba dirigirse a Nazaret, ya que era precisamente allí donde quería vivir la «vida de Nazaret».

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