SUS ORÍGENES E ITINERARIO.
Carlos en 1886, época de su conversión |
Charles de
Foucauld es una de las personalidades más apasionantes de fines del siglo XIX y
principios del siglo XX. El joven que pierde muy temprano su hábitat familiar
(queda huérfano de sus padres a los seis años), acompañado por el prestigio de
un título nobiliario y de una sociedad que propicia sus devaneos, se rebela y
manifiesta su carácter trasgresor lanzándose a la aventura.
La de mayor relieve
y seriedad es la travesía del desierto en Marruecos, empeñado en estudios de
alto nivel científico, oportunamente publicados.
A su regreso, curtido física y
espiritualmente, como efecto de un año de constantes peligros y de recopilación
de datos para la investigación, comienza un misterioso itinerario de retorno a
la fe.
El joven Carlos de Foucauld,
apasionado e idealista, había perdido la fe religiosa recibida de su familia y
practicada en su niñez.
P. Henry Huvelin |
En ese misterioso recodo de su camino de regreso se
encuentra con lo mejor de su católica familia. Me refiero a su prima, la Señora
María de Bondy, provista de una excepcional espiritualidad. Carlos, de la mano
de ella y su familia, comienza a respirar otro clima espiritual.
Un sacerdote,
el Padre Huvelin, vicario de la Parroquia San Agustín de Paris, lo recibe
cordialmente. Las entrevistas de de Foucauld con el Vicario se repiten. Asiste
a la Misa celebrada por él y escucha con creciente interés su excelente
prédica.
Innumerables cuestionamientos aparecen en los diálogos informales de
ambos. El P. Huvelin responde pacientemente a todos ellos. Al cabo de algunos meses,
en vísperas de la Navidad de 1886, el perspicaz sacerdote sorprende a su incansable cuestionador: “Amigo mío, usted ya
no tiene dudas, necesita arrodillarse y confesar sus pecados…”
Aquel hombre joven y engreído cayó en tierra,
como Saulo en Damasco, y al confesar sus culpas de muchos años, comprueba que
su fe olvidada reaparece con misteriosa y definitiva fuerza.
Entonces, y bajo
la sabia y santa dirección de Huvelin, inicia un derrotero espiritual que lo
lleva a la santidad.
ENCUENTRO Y CONOCIMIENTO DE CRISTO.
Busca el silencio de la Trapa y se inicia como monje austero y observante |
Su conversión
es a Jesucristo. Huvelin y su prima permanecen en la penumbra, como indicadores
de camino, y logran el humilde propósito de ser simples mediaciones. Ya vuelto
a la fe se deja atraer por Cristo, el Dios hecho pequeño hasta una impensable
situación de pobreza y abyección.Así
busca el silencio de la Trapa y se inicia como monje austero y observante;
estudia teología y se prepara, por obediencia, a recibir las sagradas Órdenes.
Su corazón inquieto busca una mayor identificación con Jesucristo en el
“anonadamiento” de la Encarnación, en el silencio y el anonimato de la vida
oculta en Nazaret. Orientado por un sabio sacerdote trapense y por su director
espiritual, el P. Huvelin, decide viajar a Jerusalén e instalarse como
jardinero del Monasterio de las monjas clarisas, habitando una pobrísima
ermita.
Mientras tanto intensifica su búsqueda hasta decidir trasladarse definitivamente
al desierto para iniciar una vida oculta en la contemplación silenciosa de
Cristo pobre e inmolado.
Su director espiritual y sus amigos le recomiendan
que, para centrar su vida contemplativa en la Presencia eucarística -en medio
del desierto- como era su principal anhelo, debe recibir la Ordenación
sacerdotal.
SACERDOTE Y CONTEMPLATIVO.
Ordenado
sacerdote, construye su pequeño Convento y Capilla, e inicia un proceso de
identificación con Cristo oculto y presente, pobre y ofrecido por la salvación
de los hombres. Alentado por la epistolar dirección del P. Huvelin avanza
rápidamente en su conocimiento del Misterio de la Cruz, al mejor estilo
paulino.
Sin duda, a Cristo se lo conoce únicamente amándolo. La contemplación,
que insume casi todas las horas de su jornada monacal, es puro amor. Para ello
se aventura (el P. de Foucauld siempre se aventura) en la noche oscura de la
fe y se ambienta en ella.
Aunque acepta la Ordenación sacerdotal en vista a la
Eucaristía, su espiritualidad, teológicamente bien fundada, se proyecta en un
servicio incansable a la Iglesia de Cristo y al mundo árabe.
Hno. Carlos, recién ordenado sacerdote |
No le es lícito
ocultar los dones de la gracia a los innumerables necesitados que acuden a él
(hasta cien por día). Su seguimiento de Cristo, “Pan bajado del cielo”, lo hace
el más humilde servidor, capaz de darlo todo (hasta su amada soledad) por los
muchos heridos postrados al borde de su camino a la santidad.
En ellos está
Cristo, aunque de distinta manera, tan real como en su humilde Sagrario. No
puede permanecer en una beatífica adoración mientras los pobres golpean la
puerta de su Oratorio. Tampoco puede identificarlos, como presencia de Cristo,
sin reconocerlo y adorarlo largamente en la soledad de la sagrada Reserva.
SU ESPIRITUALIDAD.
Se oculta en
Nazaret, compartiendo la vida familiar de Jesús, entre María y José, y sale a
los caminos a socorrer a quienes están heridos de muerte por causa del pecado y
de la incredulidad. Pero, esos “caminos” pasan por su casa, impregnan su
clausura y reclaman mucho de su tiempo.
El sacerdocio recibido, no sólo prolonga la presencia eucarística, también cura las llagas de la Iglesia y la conduce al logro de su vocación a la santidad. Así ama a Cristo, se sumerge en su ocultamiento de Nazaret y se atreve a seguirlo hasta la cruz.
Su espiritualidad se nutre del Misterio de Cristo -Dios y Hombre- como lo hiciera el Apóstol Pablo. De esa manera aprende lo que enseña y, dócil a las indicaciones del P. Huvelin, pone por escrito lo que descubre en sus prolongadas meditaciones.
Como los Apóstoles, Carlos de Foucauld, advierte que su amor a Cristo es la clave de la perfección apostólica. Lo sigue apasionadamente en la obediencia al Padre y, mediante el generoso olvido de sí, se despoja de lo propio para revestirse de Cristo pobre y fiel hasta la muerte.
Su espiritualidad consiste en la renuncia a ser algo lejos de su Maestro y Señor. San Pablo, antes que Carlos, llega a no desear nada sino a “Cristo crucificado”.
El sacerdocio recibido, no sólo prolonga la presencia eucarística, también cura las llagas de la Iglesia y la conduce al logro de su vocación a la santidad. Así ama a Cristo, se sumerge en su ocultamiento de Nazaret y se atreve a seguirlo hasta la cruz.
Su espiritualidad se nutre del Misterio de Cristo -Dios y Hombre- como lo hiciera el Apóstol Pablo. De esa manera aprende lo que enseña y, dócil a las indicaciones del P. Huvelin, pone por escrito lo que descubre en sus prolongadas meditaciones.
Como los Apóstoles, Carlos de Foucauld, advierte que su amor a Cristo es la clave de la perfección apostólica. Lo sigue apasionadamente en la obediencia al Padre y, mediante el generoso olvido de sí, se despoja de lo propio para revestirse de Cristo pobre y fiel hasta la muerte.
Su espiritualidad consiste en la renuncia a ser algo lejos de su Maestro y Señor. San Pablo, antes que Carlos, llega a no desear nada sino a “Cristo crucificado”.
JESÚS POBRE Y OCULTO EN NAZARET.
Por lo tanto,
la meta final de su vida no es la práctica de las virtudes sino Jesucristo. No
le interesa ni entusiasma, como en otros tiempos, el cultivo de la ciencia o la
aventura en los senderos peligrosos de Marruecos. Su vida es Cristo.
Lo busca y
lo encuentra, internándose en la densa noche de la fe, tanto en la Escritura
como en la celebración y adoración de la Eucaristía; como consecuencia lo sirve
incondicionalmente en sus hermanos más pobres.
Su vida silenciosa y fecunda se sostiene y desarrolla en la contemplación. La vida nazarena de Jesús atrae su exclusiva atención y decide permanecer en ella adoptando sus rasgos distintivos. Así escribe en noviembre de 1897, en forma de oración: “Busco una vida conforme a la tuya, en la que pueda participar de tu abatimiento, de tu pobreza, de tu humilde trabajo, de tu enterramiento”.
Al modo de Pablo, que se pone en seguimiento de Cristo crucificado, y no quiere conocerlo de otra manera, Carlos lo prefiere en la estrechez, en el silencio y en la pobreza del Hogar de Nazaret, junto a María y a José.
Seres como él viven en la penumbra, por elección amorosa, pero no pueden permanecer siempre en la penumbra. Padeciéndola como una cruz, en la que acaban muriendo, atraen la mirada de la historia y, a su debido tiempo, de la Iglesia. Ciertamente. la santidad de sus hijos es el regocijo de la Iglesia, como los pecados de otros hijos suyos causan sus mayores tribulaciones.
“Busco una vida conforme a la tuya, participar de tu abatimiento, de tu pobreza, de tu trabajo, de tu enterramiento”. |
Su vida silenciosa y fecunda se sostiene y desarrolla en la contemplación. La vida nazarena de Jesús atrae su exclusiva atención y decide permanecer en ella adoptando sus rasgos distintivos. Así escribe en noviembre de 1897, en forma de oración: “Busco una vida conforme a la tuya, en la que pueda participar de tu abatimiento, de tu pobreza, de tu humilde trabajo, de tu enterramiento”.
Al modo de Pablo, que se pone en seguimiento de Cristo crucificado, y no quiere conocerlo de otra manera, Carlos lo prefiere en la estrechez, en el silencio y en la pobreza del Hogar de Nazaret, junto a María y a José.
Seres como él viven en la penumbra, por elección amorosa, pero no pueden permanecer siempre en la penumbra. Padeciéndola como una cruz, en la que acaban muriendo, atraen la mirada de la historia y, a su debido tiempo, de la Iglesia. Ciertamente. la santidad de sus hijos es el regocijo de la Iglesia, como los pecados de otros hijos suyos causan sus mayores tribulaciones.
“El último
lugar”. El P. Huvelin acuñó una frase que constituye un programa de vida para
Carlos de Foucauld: “Tú, Señor, escogiste de tal manera el último lugar que
nadie jamás podrá arrebatártelo”. Ese deseo incontenible de ocultarse, de
buscar con Jesús “el último lugar”, trae aparejado el cumplimiento de la
sentenciosa expresión de Jesús: “El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza
será humillado”.
La santidad hace absolutamente honestas a las personas. El santo busca estar con su Maestro en ese último lugar que nadie apetece. Se queda allí, sufriendo en silencio, dejándose crucificar. Lo decide por amor a Quien ha llegado a “anonadarse” por amor suyo.
La santidad hace absolutamente honestas a las personas. El santo busca estar con su Maestro en ese último lugar que nadie apetece. Se queda allí, sufriendo en silencio, dejándose crucificar. Lo decide por amor a Quien ha llegado a “anonadarse” por amor suyo.
Con su beatificación es propuesto como modelo para el sacerdote actual |
No es un simple asceta, no lo pretende, se humilla con su Señor humillado, se deja consumir por la obediencia al Padre, formulando su conocida y bella oración: “Mi Padre, yo me abandono en ti, haz de mi lo que tú quieras. Lo que hagas de mi, te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, acepto todo. No deseo otra cosa, mi Dios, sino el cumplimiento de tu voluntad en mí y en todas tus criaturas. Pongo mi alma entre tus manos. Yo te la doy, mi Dios, con todo el amor de mi corazón, porque te amo y es una necesidad de mi amor darme, ponerme entre tus manos sin medida, con infinita confianza, porque tú eres mi Padre”.
Sin buscarlo, abre un camino que conduce a la santidad sacerdotal y a su fecundidad apostólica. Con su beatificación es propuesto como modelo para el sacerdote actual.
No es el caso de una copia mimética sino de captar la esencia de su santidad: el amor, que lo hace fiel discípulo de Jesucristo.
Me permito transcribir un párrafo de su diario (17 de mayo de 1904): “Silenciosa, secretamente, como Jesús en Nazaret, oscuramente como Él, pasar desconocido sobre la tierra, como un viajero en la noche, pobre, laboriosa y humildemente, haciendo bien como Él… desarmado y mudo ante la injusticia como Él; dejándome, como el Cordero divino, trasquilar e inmolar sin resistir ni hablar; imitando en todo a Jesús en Nazaret y a Jesús sobre la cruz”.
COMO SU MAESTRO.
El prestigio
espiritual, del todo extraordinario, que lo sobrevive no es imaginado por él,
pobre “hermanito de Jesús”.
Permanece, hasta su inexplicable muerte (1 de diciembre de 1916), en el espacio oculto y olvidado de su Nazaret. Quiere ser como su Maestro por una sola razón: “Yo amo a Nuestro Señor Jesucristo, aunque con un corazón que quisiera amar más y mejor; pero, en fin, lo amo, y no puedo llevar vida diferente a la suya, una vida suave y honrada, cuando la suya fue la más dura y desdeñada que jamás existiera”. (Carta a H. Duveyrier, 24 de abril 1890)
Es la lección principal que dicta a sus hermanos sacerdotes de
todos los tiempos y condiciones. Sin un amor a Jesucristo, como el suyo, es
imposible ser felices en el ejercicio del ministerio sacerdotal. La alegría de
los santos no es una mueca incolora; procede de la conciencia creyente de vivir
en plenitud. El amor a Cristo, que declara el Padre Carlos de Foucauld, es la
vertiente de la que bebe la Vida que lo hace feliz. Descubre el secreto de la
felicidad, aún por senderos que parecen contradecirla, como son los de la
pobreza, del silencio, del ocultamiento y de la muerte injusta y sin relieve.
Es imposible volcar en pocos párrafos la riqueza que el Beato Carlos de
Foucauld despliega en la coherencia de su vida y en sus humildes y numerosas
notas espirituales. Su mensaje es claro e inconfundible.
Permanece, hasta su inexplicable muerte (1 de diciembre de 1916), en el espacio oculto y olvidado de su Nazaret. Quiere ser como su Maestro por una sola razón: “Yo amo a Nuestro Señor Jesucristo, aunque con un corazón que quisiera amar más y mejor; pero, en fin, lo amo, y no puedo llevar vida diferente a la suya, una vida suave y honrada, cuando la suya fue la más dura y desdeñada que jamás existiera”. (Carta a H. Duveyrier, 24 de abril 1890)
Su mensaje es claro e inconfundible. |
PUNTO FINAL.
Ultima fotografía del Hno. Carlos, el día anterior a su fallecimiento |
Como la Hostia, en la
que su fe veía el anuncio de salud de muchas almas -¡definición admirable de la
Eucaristía!- , como Jesús, a quien deseó
apasionadamente imitar, Fray Carlos quedó sepultado como el grano en la tierra.
Su muerte, como toda su vida, de la que fue tan exacto signo, preparaba vivaces
germinaciones”. (Último párrafo del
libro de J. Francois Six)
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