martes, 8 de julio de 2014

¿La pobreza es bella?

A pesar de la pobreza, y un poco también gracias a ella, muchas personas han podido encontrarse con la belleza y, viviéndola, transmitirla a los demás, a ver que nos puede enseñar el gran Roberto Benigni acerca de la gran amiga de Carlos de Foucauld
Hasta a los mejores cómicos puede pasar que sus bromas no sean entendidas por el público. O que resulte chistoso algo que tenía una pretensión de seriedad. Fue exactamente lo que le sucedió a Roberto Benigni en el discurso de agradecimiento por el premio Óscar de 1999 para La vita è bella como mejor película extranjera.

En su palpitante italian english, agradeció a sus padres por el mayor regalo que le pudieran haber hecho: la pobreza. El público de los Óscar, movido por la presencia vibrante y simpática del actor, pensó en una ironía y estalló en risas. Pero Benigni, sonriendo, estaba hablando en serio…
En la última edición de los Premios de la Academia, otra película, La grande bellezza, (dirigida por Paolo Sorrentino, y protagonizada por Tony Servillo), ha devuelto un Óscar al Bel Paese.
Evidentemente la simple resonancia de la palabra belleza en el título, si vinculada a Italia, es una estrategia que funciona para los juicios de los norteamericanos.
Es interesante notar que de los 13 Óscar recibidos por las películas italianas, La grande bellezza es el primero en el cual la trama se sitúa después del 1970. Si los títulos se asemejan, sin embargo las dos italias representadas en las respetivas películas parecen separadas por un abismo.

En la primera película, que la vida fuera bella (aun cuando dramática), era la exclamación que afloraba espontanea en el espectador, al involucrarse en la mirada del pequeño Josué, que en Auschwitz, ayudado por el papá, lograba no perder la capacidad de mirar con estupor y esperanza a la realidad, y al futuro.
La belleza que Jep Gambardella (protagonista de la película de Sorrentino) ha vislumbrado cuando era joven -y que anhela (re)encontrar, y que por eso busca reproducir, o poseer, o explicar a lo largo de su vida- está expresada en las borracheras y en el mármol de Roma, el magnífico escenario de la película.
Pero no tiene latidos, es algo ya ocurrido, ya viejo, golpeado; anhelado, pero con una nostalgia cansada, que orienta al pasado. De animado, en la película, quedan sólo los chismes, las envidias, la superficialidad y los tedios en los que se agitan los protagonistas.
Es triste admitir que estos elementos componen una radiografía muy bien lograda del momento histórico por lo que pasa buena parte del mundo occidental, asustado por una crisis que, antes de ser económica, es en sus raíces espiritual, antropológica, moral.
Es como si la sociedad europea viviera entre los hermosos testimonios de su pasado, descubriéndose incapacitada de lograrlos nuevamente, de reconocerse en ellos. Como si sus hijos se preguntaran angustiados: ¿Qué nos está faltando, cuando parecería que tenemos todo? ¿Qué hemos perdido, para llegar a tal vacío?
Cuando contemplo el encanto de Asís o de Siena, hago una simpática constatación: si sus habitantes de los siglos siguientes a aquellas construcciones hubieran tenido recursos económicos, probablemente hubieran derribado las calles para renovarlas según los gustos de su época.

Es paradójico como las estrecheces de las ciudades italianas en los siglos modernos hayan preservado la belleza de estos lugares para los hombres de los siglos venideros.
Esto no quiere decir que la pobreza por sí misma sea la solución de todos los males. Pero ¿estamos seguros de que la riqueza económica, las falsas seguridades del consumismo, la impresión de saturación de la sociedad occidental en los últimos cincuenta años, no hayan distraído a muchos de lo esencial, de la verdad que está en las raíces de nuestra cultura, de nuestra identidad personal y social?
En el fondo, sólo si el hombre experimenta esta verdad puede expresarla de manera atrayente en los actos humanos, en el servicio, en el trabajo, en el arte. Así puede (re)nacer la Belleza.
Luigi Benigni, a quien el hijo agradeció en la entrega del Óscar, era un campesino. Uno de aquellos sencillos hombres que, entre las granjas de la Toscana, hasta no sabiendo leer o escribir, no era infrecuente escuchar declamar de memoria cantos de la Divina Comedia, o páginas de Petrarca o de Ariosto.
Porque estos testimonios constituían parte importante de quienes eran, y vivir coherentemente a ella quedaba como lo más valioso. No obstante la pobreza, y un poco también gracias a ella, han podido encontrarse con esta belleza y, viviéndola, transmitirla a los demás.
Por Giovanni Intino

Artículo publicado por el Centro de Estudios Católicos

sources: Centro de Estudios Católicos

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