Hasta a los
mejores cómicos puede pasar que sus bromas no sean entendidas por el público. O
que resulte chistoso algo que tenía una pretensión de seriedad. Fue exactamente
lo que le sucedió a Roberto Benigni en el discurso de agradecimiento por el
premio Óscar de 1999 para La vita è bella como mejor película extranjera.
En su palpitante italian english, agradeció a sus padres por el mayor regalo que le pudieran haber hecho: la pobreza. El público de los Óscar, movido por la presencia vibrante y simpática del actor, pensó en una ironía y estalló en risas. Pero Benigni, sonriendo, estaba hablando en serio…
En la última
edición de los Premios de la Academia, otra película, La grande bellezza,
(dirigida por Paolo Sorrentino, y protagonizada por Tony Servillo), ha devuelto
un Óscar al Bel Paese.
Evidentemente
la simple resonancia de la palabra belleza en el título, si vinculada a Italia,
es una estrategia que funciona para los juicios de los norteamericanos.
Es interesante
notar que de los 13 Óscar recibidos por las películas italianas, La grande
bellezza es el primero en el cual la trama se sitúa después del 1970. Si los
títulos se asemejan, sin embargo las dos italias representadas en las
respetivas películas parecen separadas por un abismo.
En la primera película, que la vida fuera bella (aun cuando dramática), era la exclamación que afloraba espontanea en el espectador, al involucrarse en la mirada del pequeño Josué, que en Auschwitz, ayudado por el papá, lograba no perder la capacidad de mirar con estupor y esperanza a la realidad, y al futuro.
La belleza que
Jep Gambardella (protagonista de la película de Sorrentino) ha vislumbrado
cuando era joven -y que anhela (re)encontrar, y que por eso busca reproducir, o
poseer, o explicar a lo largo de su vida- está expresada en las borracheras y
en el mármol de Roma, el magnífico escenario de la película.
Pero no tiene
latidos, es algo ya ocurrido, ya viejo, golpeado; anhelado, pero con una
nostalgia cansada, que orienta al pasado. De animado, en la película, quedan
sólo los chismes, las envidias, la superficialidad y los tedios en los que se
agitan los protagonistas.
Es triste
admitir que estos elementos componen una radiografía muy bien lograda del
momento histórico por lo que pasa buena parte del mundo occidental, asustado
por una crisis que, antes de ser económica, es en sus raíces espiritual,
antropológica, moral.
Es como si la
sociedad europea viviera entre los hermosos testimonios de su pasado,
descubriéndose incapacitada de lograrlos nuevamente, de reconocerse en ellos.
Como si sus hijos se preguntaran angustiados: ¿Qué nos está faltando, cuando
parecería que tenemos todo? ¿Qué hemos perdido, para llegar a tal vacío?
Cuando
contemplo el encanto de Asís o de Siena, hago una simpática constatación: si
sus habitantes de los siglos siguientes a aquellas construcciones hubieran
tenido recursos económicos, probablemente hubieran derribado las calles para
renovarlas según los gustos de su época.
Es paradójico como las estrecheces de las ciudades italianas en los siglos modernos hayan preservado la belleza de estos lugares para los hombres de los siglos venideros.
Esto no quiere
decir que la pobreza por sí misma sea la solución de todos los males. Pero
¿estamos seguros de que la riqueza económica, las falsas seguridades del
consumismo, la impresión de saturación de la sociedad occidental en los últimos
cincuenta años, no hayan distraído a muchos de lo esencial, de la verdad que
está en las raíces de nuestra cultura, de nuestra identidad personal y social?
En el fondo,
sólo si el hombre experimenta esta verdad puede expresarla de manera atrayente
en los actos humanos, en el servicio, en el trabajo, en el arte. Así puede
(re)nacer la Belleza.
Luigi Benigni,
a quien el hijo agradeció en la entrega del Óscar, era un campesino. Uno de
aquellos sencillos hombres que, entre las granjas de la Toscana, hasta no
sabiendo leer o escribir, no era infrecuente escuchar declamar de memoria
cantos de la Divina Comedia, o páginas de Petrarca o de Ariosto.
Porque estos
testimonios constituían parte importante de quienes eran, y vivir
coherentemente a ella quedaba como lo más valioso. No obstante la pobreza, y un
poco también gracias a ella, han podido encontrarse con esta belleza y,
viviéndola, transmitirla a los demás.
Por Giovanni
Intino
Artículo
publicado por el Centro de Estudios Católicos
sources:
Centro de Estudios Católicos
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