EL ÚLTIMO PUESTO
“Charles de Foucauld, era un noble vizconde.
Por sus venas corría sangre noble y acostumbrada al mando. Se formó en una
academia militar, llegó a ser oficial del ejército francés, y a la edad de 25
años, se embarcó en lo que entonces era una empresa muy peligrosa: la
exploración de Marruecos, expedición hasta ese momento nunca emprendida por
extranjero y cristiano jamás.
Sin embargo, este
soldado y aventurero, y apóstata desde sus años de colegio, habiéndose
enamorado de Cristo con la fuerza de un San Francisco, buscó en el Evangelio su
personalidad, su carácter, su vida.
Es raro encontrar
un hombre más apasionadamente empeñado en descubrir los detalles de la vida de
Jesús para imitar su actitud, sus gestos y sus intensiones ocultas.
Pues bien: en esta
búsqueda amorosa, hecha para encontrar materia de imitación fiel y viva,
Charles de Foucauld se asombra sobre todo de una cosa: Jesús es un pobre y un
obrero.
Nadie puede
contradecir este hecho. El Hijo de Dios, que libremente podía escoger, lo que
no ocurre con ningún otro, escogió no sólo una madre y un pueblo, sino una
situación social, y quiso ser un asalariado.
Y lo que
principalmente conmovió a este noble convertido fue precisamente esta
determinación voluntaria de Jesús de perderse en una aldea anónima de Oriente
Medio, de anonadarse en la monotonía cotidiana de treinta años de trabajo rudo
y miserable, de desaparecer de la sociedad “que cuenta”, para morir en un
anonimato total.
Y se puso a buscar
apasionadamente las intensiones que guiaron al divino Maestro en la elección de
su vida, de toda su vida.
Y no tardó en
prorrumpir en aquella exclamación que, en el fondo, será la guía ascética de la
vida del gran explorador de Marruecos y del místico sahariano: “Jesús buscó el
último puesto de tal manera que puede difícilmente podrá quitárselo nadie”.
Nazaret era el
último puesto: el puesto de los pobres, de los anónimos, de los que no cuentan,
de la masa de los obreros, de los hombres plegados a las duras exigencias del
trabajo por un poco de pan.
El “Santo de Dios”
realiza su santidad con una vida no extraordinaria, sino impregnada toda ella
de cosas ordinarias, de trabajo, de vida familiar y social, con actividades
oscuras y sencillas, compartidas por todos”.
por Carlo Carreto
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