Hizo de todo en la vida. En la juventud fue ateo y marxista. Pero de repente se convirtió. Se ordenó sacerdote durante la guerra. Entró en la Resistencia contra los nazis. En 1949 lo nombraron asesor de la Juventud de Acción Católica. Pero sus métodos libertarios no agradaron al status quo eclesiástico y lo mandaron a acompañar a emigrantes italianos que iban por barco a Argentina.
En el viaje de regreso encontró a
un Hermanito de Jesús, seguidor de Charles de Foucault cuyo carisma es vivir en
el mundo entre los más pobres. Se inició en Argelia junto al desierto y entró
en la lucha de liberación contra la dominación francesa. Después fue enviado a
Argentina. Trabajó durante años como obrero con los madereros. Fue al Chile de
Pinochet, pero su nombre estuvo pronto en la lista: “quien encuentre a uno de estos, lo puede eliminar”.
Estuvo un tiempo en Venezuela. Y
acabó instalándose en Brasil, en Foz do Iguaçu, donde creó varias iniciativas
para los pobres, con hierbas medicinales, granja didáctica para jóvenes desamparados
y otras organizaciones populares que continúan existiendo hasta hoy.
Tuvo muchos reconocimientos que
casi siempre rechazaba. El más importante fue el 29 de noviembre de 1999 en
Brasilia cuando el embajador israelí le confirió la mayor distinción dada a un
no judío:” justo entre las naciones”.
Durante la guerra creó junto con otras personas una red clandestina que salvó a
800 judíos.
Se hizo monje sin salir del
mundo, sino siempre dentro del mundo de los pobres y humillados.
Todo el tiempo libre lo dedicaba
a la oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras y jaculatorias.
Fue una de las figuras más impresionantes que pasaron por mi vida, con una
retórica capaz de resucitar muertos. Éramos amigos-hermanos.
Tenía extraña manera propia de
rezar. El mismo me lo contó. Pensaba: si Dios se hizo humano en Jesús, entonces
fue como uno de nosotros: hizo pipí, caca, lloriqueaba pidiendo pecho, hacía
pucheros cuando algo le molestaba, como el pañal mojado.
Al principio, pensaba él, Jesús habría querido más a María, luego más a José, cosas que Freud y Winnicott explican. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas, corriendo tras los perros y, travieso, robando frutas del huerto del vecino.
Arturo Paoli, Hermanito del Evangelio (1913-2015) |
Ese extraño místico rezaba a
Nuestra Señora imaginando como acunaba a Jesús, como lavaba en el tanque de
agua los pañales sucios, como cocinaba la papilla para el Niño y una comida más
fuerte para su marido carpintero, el buen José.
Y se alegraba interiormente con
tales cavilaciones porque así debe ser pensada la encarnación del Hijo de Dios,
en la línea del Papa Francisco, no como una doctrina fría, sino como un hecho
concreto. Sentía y vivía tales cosas en forma de conmoción del corazón. Y
lloraba con frecuencia de alegría espiritual.
Donde llegaba, creaba siempre a
su alrededor una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos
discípulos. Solo tres que acabaron marchándose. Encontraban demasiado dura
aquella vida y todavía tenían que meditar durante el día, en el trabajo, en la calle,
en la visita a los caseríos más decaídos.
Sólo, se agregó entonces a una
parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con los sin-tierra y con los
sin-techo. Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y
animaba las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y
sin-techo conseguían establecerse, hacía bellas “místicas” ecuménicas, como
hace siempre el MST.
Y todos los días, hacia las 10 de
la noche se adentraba en la iglesia oscura. Solo la “lamparina” lanzaba destellos
titubeantes de luz, transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las
columnas erectas en extrañas brujas. Y allí se quedaba hasta las 11 de la
noche, impasible, con los ojos fijos en el tabernáculo.
Un día fui a buscarlo a la
iglesia. Le pregunté a boca jarro:
- mi hermano Arturo, ¿es que tú sientes a Dios, cuando después del
trabajo te metes a rezar aquí en la iglesia? ¿Te dice alguna cosa?”
Con toda tranquilidad, como quien
despierta de un sueño me respondió:
- No siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho su voz. La sentí un
día. Era fascinante. Llenaba mis días de música y de luz. Hoy ya no escucho
nada. Sufro con la oscuridad. Tal vez Dios no quiera hablarme nunca más.
- Y entonces, repliqué, ¿por qué sigues todas las noches ahí, en la
oscuridad sagrada de la iglesia?
- Sigo, respondió, porque
quiero estar siempre disponible. Si Él quisiera manifestarse, salir de Su
silencio y hablar, aquí estoy yo para escuchar. ¿Y si Él quisiera hablar y yo
no estuviera aquí? Pues, cada vez que viene, lo hace solo una vez. Como en otro
tiempo.
Salí maravillado y meditabundo
por tanta disponibilidad. Gracias a estas personas, místicas anónimas, la Casa
Común, al decir del Papa Francisco, no es destruida y Dios mantiene su
misericordia sobre la perversidad humana.
Ellas vigilan y esperan, contra
toda esperanza, el adviento de Dios que tal vez nunca sucederá. Son los
pararrayos divinos que recogen la gracia que, silenciosamente, se difunde por
el universo y hace que Dios siga dándonos el sol y todas las estrellas y
penetre hondo en el corazón de todos los que viven en la Casa Común. Y si Dios
aparece habrá gente disponible para oírlo. Y llorarán de alegría.
Su nombre es Arturo Paoli que con
102 años fue a ver y a escuchar a Dios, ahora eternamente, el 13 de julio de
2015, desde donde vivía en San Martino in Vignale, en las colinas de Lucca,
Italia.
Leonardo Boff
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