Por ello hay que apartarlo, porque se interpone entre la inmediatez
de lo que hay que lograr y producir. El místico dice: lo que verdaderamente es,
ya existe.
Sólo hay que aprender a percibirlo. Molesta también a la institución,
porque la relativiza y le recuerda que el cielo que ha pintado en el interior
de sus bóvedas no es el cielo abierto auténtico.
Pero, a la vez, su presencia es indispensable
porque señala un modo de existencia que anhelan todos los seres y las mismas instituciones.
Ha nacido para alentar la llama sagrada que arde en todos y en todo.
El fuego
del místico es diferente al del profeta. Éste señala y grita lo que falta,
mientras que el místico indica lo que ya es. El profeta habla del todavía no,
mientras que el místico habla del ya sí. Ambas cosas son necesarias.
Parafraseando a Raimon Panikkar, “el místico no
es el que tiene esperanza del futuro sino de lo Invisible”.
El místico no es ingenuo, sino inocente. La
ingenuidad es una inmadurez que hace ciegas y torpes a las personas, porque les
impide confrontarse con los elementos oscuros de la realidad y de sí mismos,
mientras que el inocente lo ve todo, lo percibe todo y, sin echarse atrás, se
entrega.
Otra de las cosas propias del místico es su
capacidad de conjugar paradojas. Por un lado, es alguien exquisitamente cercano
a las personas y a sus situaciones, pero también resulta inalcanzable, retirado
en una extraña lejanía.
Estando plenamente presente, está también ausente. Se
halla en otro Lugar, y cuando está en otro lugar, se percibe su presencia. Su
hablar es silente y con su callar, habla. Las palabras son sagradas para él -o
ella-; por eso no las malgasta.
Y por ello también sabe escuchar, y entiende lo
que los demás no entendemos. Habla, mira, comprende desde un lugar diferente; a
veces, tan diferente, que parece locura. Pero su locura no es más que el choque
que produce en nosotros su anticipación de Realidad
Ama cada objeto, cada planta, cada pétalo, y
queda fascinado por ellos, pero, a la vez, puede prescindir de ello.
Todo él es
ternura, pero también vigor, como dice Leonardo Boff sobre Francisco de Asís.
Es frágil y fuerte a la vez. No puede soportar el dolor de los pequeños. Ve
desde ellos y para ellos, y su oración es siempre por ellos
Es concreto, arraigado en su tiempo y en su
lugar, capaz de un hablar sencillo y de poner ejemplos que los más pequeños
comprenden, y a la vez, es universal, porque percibe lo que atañe a la
condición común de los humanos.
Ve la parte en el todo y el todo en la parte.
Podríamos decir que tiene un instinto fractal, que es tal como hoy los
científicos comprenden que está constituido el entramado de la realidad.
Es de una libertad soberana pero, a la vez,
está al servicio de todos, porque percibe la irrepetibilidad de cada persona y
de cada cosa, y ello le hace caminar por tierra sagrada. Acoge a cada ser como
una epifanía y, estremecido, se somete libremente porque sabe que su yo no le
pertenece, sino que es sólo receptáculo y testigo de las existencias ajenas.
Ama su tradición, aquella que le ha nutrido y
le ha guiado, pero no hace un absoluto de ella. Sabe que “ser original es
retornar a los orígenes” (Gaudí), no para repetirlos sino para recrearlos. Y el
origen de cada tradición está más allá de ella misma, antes de que surgiera.
Conoce el camino de la Fuente, “aunque es de noche”. Su fe es transconfesional,
porque sabe que la existencia está atravesada de Presencia y ello es lo que
celebran todas las tradiciones. Se alegra con ellas, por su diversidad y su riqueza.
Como un compás, con un pie está arraigado en su
propio centro, y con el otro recorre los círculos de la alteridad.
Este centro
no es sólo el de la tradición a la que pertenece, sino que es un Centro más
hondo que, descentrándole, le recentra.
Todo él está vacío. Su existencia es un pasaje
por el que otros transitan para descubrirse a sí mismos. Como un icono, su sola
presencia ayuda a los que le rodean a descubrir la hondura que les habita.
Él
sólo calla y ve. Y su alegría, tanto como su nostalgia, son inmensas...
Xavier MELLONI
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