El mensaje
espiritual dejado por Carlos de Foucauld, mensaje que acreditan tanto su
beatificación, como su posteridad espiritual, es de una profunda riqueza para
nuestro tiempo. Para proponerlo hoy, se pueden tomar algunos aspectos de su
testimonio que parecen sintonizar mejor con la sensibilidad actual y que
podemos ilustrar con algunas citas de las cartas a Henry de Castries:
"ad majora nati sumus" |
* ¡Qué
grande es Dios! ¡Qué diferencia entre Dios y todo lo que no es Él! (14 de
agosto de 1901)
Carlos de Foucauld es un hombre que siempre ha
tratado de salirse de las sendas trilladas, con verdadera creatividad, hasta el
punto de tener un gusto evidente para la provocación, sobre todo en su
juventud. Ahora bien, en el acontecimiento decisivo que fue su conversión, se
puede decir que es Dios quien vino a provocarlo, cruzándose en su camino.
Su viaje a
Marruecos era ya como un reto que el aventurero se lanzaba a sí mismo y a los
que lo conocían; y Dios le había tomado la palabra, dejando que fuese afectado
por el impacto de los creyentes del Islam: «El
Islam produjo en mí una profunda convulsión... la visíón de esta fe, de estas almas viviendo en
continua presencia de Dios, me dejó entrever algo de mayor envergadura y más
verdadero que las ocupaciones mundanas: "ad majora nati sumus”
(nacimos para cosas más elevadas)...»
Y así, una
misteriosa tensión entre estos dos socios, él y su Dios, marcaría todo su
itinerario espiritual. La parte fundamental de la santidad de C. de Foucauld
consistiría en este difícil aprendizaje de la confrontación con el Otro y del
abandono continuo en Él. Ahí encontramos la historia de toda la libertad humana
ante el Dios de Jesucristo.
Con sus
limitaciones personales, con tanteos y evoluciones, que ponen de manifiesto que
la santidad es una subida incesante hacia la Perfección que sólo reside en
Dios, Carlos de Foucauld se encuentra muy cerca de nuestro modo de ser: los
cambios, las revisiones, los reinicios son rasgos característicos de la cultura
contemporánea.
* Aquí, soy el confidente y a menudo el consejero de mis
vecinos. (8 de enero de 1913)
Otra
característica de su santidad, es la concreción y el realismo de su compromiso
de hombre, reanudado, transformado y elevado por el aliento y el fuego del
Espíritu. C. de Foucauld está siempre muy comprometido y muy
"presente" en las situaciones que vive.
Es alguien que entra de lleno
en lo que ve o escucha, en lo que decide y emprende, en lo que él comprende de
las cuestiones que le llegan. Se inserta en su hoy con excepcional intensidad.
Lo hace con todas sus capacidades intelectuales, con todas sus competencias
técnicas, con su valoración justa de las situaciones y necesidades: así, por ejemplo, enseña a las mujeres a
hacer punto, proporciona semillas para los huertos de Tamanrasset...
Lo hace con su
temperamento propio, a veces con excesos debidos a su modo de ser, a su pasado
y a su formación, pero siempre con convicción, buena voluntad, intensidad y
coraje. Con estas disposiciones interiores, uno no se asombra de su atracción
por la vida de Nazaret: en ella Jesús se había señalado por la consideración,
total y lúcida, de lo ordinario, lo diario, lo humano, lo real.
Ya antes de su
conversión, el joven Carlos manifestaba esta orientación de vida; la gracia de
la conversión no destruyó su modo de ser, sino que amplió las tendencias. Su
manera de hacerse santo fue llevar al extremo este realismo de la vocación
humana dinamizada por el Amor; su santidad lleva impresas las marcas de
sencillez. verdad, autenticidad; da testimonio de lo que puede hacer el Amor divino
en el que quiere vivir a fondo la experiencia común de la existencia humana.
Carlos utiliza un lenguaje emocional, pero lleno de sabor evangélico |
* ¡Sentirse en
manos del Amado, y de qué Amado, qué paz, qué dulzura, qué abismo de paz y
confianza! (27 de febrero de 1904)
Carlos utiliza
un lenguaje emocional, pero lleno de sabor evangélico, sobre Jesús, sobre el
Sacramento de la Eucaristía, sobre el Sagrado Corazón, sobre la Iglesia. Ve en
la Iglesia a la Esposa de Jesús que en adelante habla en su nombre; retoma a
menudo estas palabras de Jesús a sus apóstoles y a sus sucesores: "¡Quién
os escucha, Me escucha!".
C. de Foucauld presenta así un rostro agradable
y cercano del Dios de Jesús. Recuerda la humildad de los signos por los que
Dios se nos entrega, sin triunfalismo, sino con la bondad y la hermosura de
Jesús que llega hasta el extremo del Amor: su muerte en la cruz y su costado
abierto confirman que «no hay amor más
grande que dar la vida por los amigos».
Pero C. de
Foucauld nos habla del Dios encarnado en Jesús de Nazaret y nos ayuda a repasar
los Evangelios, no sólo con su palabra,
sino también con el ejemplo de su vida.
Si adora a
Jesús presente en la Eucaristía, lo contempla también en los pobres con los que
Dios en Jesús de Nazaret se identifica.
Se pone fraternalmente al servicio de
estos "pequeños" de los que habla Jesús, y nos remite así a la
calidad de nuestro trato y nuestras relaciones con los otros. Nos recuerda que
«todo lo que se hace a un pequeño, es a Jesús a quien se le hace, y todo lo que
se deja de hacer al prójimo, es a Jesús a quien se le niega».
Lleno de un
afán misionero que lo abarca todo, movido por una voluntad de fraternidad y
servicio, experimenta, ante estas tareas, sus propias debilidades.
Constantemente haciendo proyectos, conoce los fracasos, como conoce también las
dificultades de la oración, y de la noche espiritual.
Y él que desde su
infancia había conocido grandes sufrimientos y vivas heridas, morirá
penosamente, en la soledad y sin resultado aparente.
Estas dos
experiencias, la de una vida fraternal compartida con tantos hombres y mujeres
de difícil porvenir, y la de una vida de reveses que deben recibirse como la
Cruz «dónde abrazamos a Jesús clavado en ella», siguen estando en nuestros
caminos y en la ruta de la Iglesia. Forman parte del proyecto de vida de todo
cristiano llamado a ser «un Evangelio viviente».
* Es el
trabajo que prepara la evangelización: crear la confianza, la amistad, el
apaciguamiento, la fraternidad... (17 de junio de 1904)
Carlos de Foucauld eligió un terreno
difícil para ser misionero, a contracorriente de la búsqueda de éxito,
eficacia, fecundidad.
Él sabe que esta fecundidad está en la Cruz de Jesús,
en la pobreza de medios humanos. Vivirá la misión como una pasión, en los dos
sentido de la palabra: acepta dar su vida hasta morir como la semilla sembrada
en la tierra, y ama apasionadamente a Jesús, cuyo Evangelio querría «gritar
desde los tejados», y a los hombres sus hermanos, ya que quiere ser salvador
con Jesús.
Un misterio
del Evangelio del que se realimenta a menudo es el de la Visitación.
Le gusta
contemplar esta escena: María, en cuanto recibe a Jesús en ella, va a llevarlo
a casa de su prima Isabel, y Jesús, aún en el seno de su madre, bendice a
Juan-Bautista antes de su nacimiento.
Carlos también quiere dirigirse «con
premura» hacia aquellos a quienes quiere dar a conocer el Amor, «como Jesús se
acercó a ellos encarnándose».
Cree en la irradiación invisible de la
Eucaristía, donde Jesús se da para la vida del mundo; él mismo se convierte,
por su compromiso, en una presencia viva de este pan compartido para alimentar
a los pobres y pequeños.
Prioriza el diálogo, el respeto al otro y a su
patrimonio cultural y religioso. Imagina incluso una red fraternal de todos los
bautizados: sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos, que serían voluntarios
de una vida sencilla según el Evangelio, y para hacerse cargo responsablemente
de los «más abandonados».
AnheIa para todos estos voluntarios del Amor un
corazón de «hermano universal», como Jesús, arraigado y comprometido en lo
concreto de su «Nazaret».
Todas estas
prioridades que aplica espontáneamente sobre el terreno de su misión sahariana
pueden proporcionar hoy un nuevo impulso a la vocación misionera. No estamos ya
en el contexto histórico en el que C. de Foucauld quería vivir como
"hermano universal", pero podemos inspirarnos en sus intuiciones a la
hora del diálogo interreligioso, la mundialización, la cooperación: aún hoy,
para defender los derechos humanos, no es inaudito morir por la justicia;
todavía hoy algunos deciden quedarse donde existen fracturas sociales, étnicas,
religiosas, y otros optan por compartir la miseria de las víctimas de las
disparidades económicas... incluso en los viejos países de cristiandad que son
igualmente «países de misión».
Jerusalén se reconstruyó “in angustia temporum" |
* Para los
hijos de la Iglesia, incluso las aparentes derrotas son un “Te Deum” perpetuo,
porque Dios está con nosotros (13 de julio de 1903)
Una fe total
en Aquél a quien llama «el Maestro de lo imposible» permite a C. de Foucauld
mirar con confianza todas las situaciones, incluso si son catastróficas.
Esta
visión esperanzada es especialmente notable cuando habla de dar testimonio del
Evangelio y de la amplitud de la Misión. Superando la divisa de sus años
jóvenes (No retroceder), que puede resultar utópica, ante las pruebas de la
Iglesia, ante la inmensidad de la mies y la falta de obreros comprende que si
bien la conquista apostólica es irrealizable desde el punto de vista humano,
hay que apoyarse sólo en la promesa hecha por Jesús a sus Apóstoles.
Acordándose de
la realización histórica del plan de Dios, le admira cómo se ha realizado este
plan a través de imposibles: «La falta de fe no es tan universal como ignoraba,
... y no habían doblado la rodilla ante Baal», escribe a su amigo De Castries
el 14 de agosto de 1901.
A menudo reaparece también en su análisis de los acontecimientos
una cita del profeta Daniel (9,25): «Jerusalén se reconstruyó “in angustia
temporum”».
La “opresión de los tiempos” a la que alude durante su estancia en
el Sahara, y que experimenta concretamente en sus proyectos y sus relaciones,
corresponde a los tiempos difíciles que vivían entonces en Francia las
congregaciones religiosas y las diócesis. También para C. de Foucauld son
tiempos duros.
Y siempre lo serán para el futuro de la
fe, para el porvenir de la Iglesia. Un
siglo después de él, no podemos más que volver a las fuentes en las que
alimentaba su confianza, y que expresa en este pasaje de una carta a De
Castries, donde describe territorios argelino-marroquíes: «¡Que reine JESÚS en estos lugares donde su reino pasado es tan
incierto! Sobre la posibilidad de su reino futuro, mi fe es invencible: Él ha
derramado su sangre por todos los hombres. “Lo que es imposible para los
hombres, es posible para Dios”; él ordenó a sus discípulos que fuese a todos
los hombres: “Id por todo el mundo y predicad
el Evangelio a toda criatura; y S. Pablo añade; “la caridad lo espera todo”. Yo
lo espero, pues, de todo corazón, para estos musulmanes, para estos árabes,
para estos infieles de todas las razas...» (16 de junio de 1902).
Para un mundo
que duda, para una Iglesia que padece y sufre, para unos cristianos que están
tentados de perder la confianza, el mensaje de Carlos de Foucauld muy podría
ser también el de ¡no tengan miedo!
No tengamos miedo! Si Dios está con nosotros ¿a quién temeremos? ¿al mundo, las persecuciones? Dios ha vencido al mundo!
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